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sábado, 13 de octubre de 2012

CRÍTICOS Y ARRIBISTAS



Uno de los grabados más conocidos de Francisco de Goya es el  perteneciente a la serie “Los Caprichos”, titulado “El sueño de la razón produce monstruos”. No ha quedado claro el mensaje que el pintor pretendió transmitir con su obra, pero dada la época convulsa que le tocó vivir, no parece que se refiriera a las pesadillas que pueden presentarse durante el sueño; parece más evidente la referencia al olvido de la inteligencia, a la falta de razonamiento que se produce en ciertos momentos de desesperación. En estos momentos de incertidumbre y pesimismo la razón se difumina y llega incluso a desaparecer por completo en circunstancias de miedo, desesperanza o pánico.
En estos momentos de dificultad que padecemos, en los que tantas personas están sufriendo en sus propias carnes los azotes de la crisis, es fácil que se presenten los monstruos de la sinrazón. Quien padece la lacra del paro y no tiene expectativas de futuro, a corto plazo, es una víctima fácil de los prejuicios. Quien necesita imperiosamente una solución desesperada no se plantea la cualidad de los medios para conseguirla. Quien roba para dar de comer a su familia no comete delito; la razón de la sinrazón, en estos casos, está más que justificada.
El problema surge cuando algunos dirigentes políticos y sociales, aquellos que disfrutan de una vida más o menos acomodada o simplemente llevadera, deciden utilizar la sinrazón de los que sufren en provecho propio. O lo que es más alarmante, cuando los intelectuales, que debieran ser los que aportaran razón y cordura a una sociedad atribulada, deciden dar pábulo a estos dirigentes, otorgándoles un protagonismo social y político que en condiciones normales nunca tendrían.
Aparecen entonces, alimentados por la demagogia, los monstruos de la razón; aquellos que en este bucle maldito de la crisis, no buscan soluciones, sólo buscan culpables. La culpa del paro es de los emigrantes porque nos quitan el trabajo, o de los parados que son unos vagos y no quieren trabajar, o de los empresarios explotadores que no quieren dar trabajo para poder comprarse otro yate, o de los políticos que sólo piensan en su sillón y les trae sin cuidado el paro de la gente.
La sinrazón no busca la causa de los problemas, se limita a buscar un culpable para cada problema; y desgraciadamente, en la historia ha ocurrido siempre así: en las hambrunas de la Edad Media se asaltaban las juderías porque los judíos eran considerados los culpables del hambre, o se desterró a todos los moriscos porque de ellos era la culpa de los ataques de los piratas de Berbería. En la revolución rusa todos fueron culpables menos los bolcheviques. En la Alemania de entreguerras los judíos y los comunistas eran los causantes de todos los males del pueblo y ese mismo pueblo, o casi todo ese pueblo, desde el obrero hasta el profesor de universidad, cegado por el sueño de la razón, creó el monstruo del nazismo. Sí, lo creó el pueblo alemán, lo crearon los trabajadores y los intelectuales, todos los que llevados por la sinrazón apoyaron con su voto el ascenso a Canciller de un simple cabo del ejército que les gritaba al oído lo que su sinrazón quería oír. Antes y durante, en nuestro solar, nos escupimos a la cara nuestras culpas y terminamos matándonos en una espiral diabólica y fratricida.
Dicen que los pueblos que no conocen su historia están condenados a repetirla. Por eso, hoy más que nunca, tenemos entre todos la responsabilidad de mantener nuestras conciencias despiertas, hasta que despertemos de este mal sueño de la crisis, y no dejarnos llevar por los arribistas y los advenedizos de la política que sólo buscan trepar a costa de nuestras desgracias. Si estamos unidos entre todos será más fácil allanar el camino.
Manuel Visglerio Romero - Septiembre 2012.

domingo, 16 de septiembre de 2012

!VIVAN LAS CADENAS!



            El 12 de abril de 1814, un grupo de sesenta y nueve diputados de un total de doscientos veintitrés, suscribieron el conocido como Manifiesto de los Persas, un documento en el que solicitaban a Fernando VII el regreso al Antiguo Régimen y la derogación de la Constitución de 1812. El 4 de mayo el rey decretó el restablecimiento del absolutismo y el regreso a la España estamental. A la iniciativa de los diputados se unieron los gritos de vivan las cadenas del pueblo llano desesperado por la miseria y las hambrunas de la postguerra. El pueblo famélico y enojado no entendía de leyes, ni de libertades, sus prisas no eran las ideas si no el sustento. En esta situación, los nostálgicos encontraron el caldo de cultivo adecuado para impedir la aplicación de todos los avances y libertades recogidos en las Cortes de Cádiz que terminarían dando lugar a la Década Ominosa.
Salvando todas las distancias que se quieran salvar, en los tiempos que corren empieza de nuevo a repetirse la historia. Cada vez son más los que, aprovechándose de la crisis económica y de la situación de desesperación en la que se encuentran un número cada vez mayor de personas, pretenden sin el menor de los escrúpulos alterar el sistema político y las reglas del juego que nos dimos todos con la aprobación de la Constitución de 1978. Es fácil para algunos, dada la coyuntura actual, utilizar los altavoces del poder o de la prensa afín para buscar un chivo expiatorio al que endosar todos los males de una crisis a la que no saben dar una solución. Unos, en función de sus intereses electorales, culpan a los políticos, a todos los políticos; otros a los ayuntamientos; otros culpan a las autonomías, esos culpan a Bruselas y aquellos culpan a la señora Merckel. Y en esta espiral empieza a girar toda la sociedad a la que cada vez se le va menguando su propia memoria histórica. En el caso de las autonomía que algunos nostálgicos de la España, una, grande y libre, pretendan involucionar de nuevo a los Gobiernos Civiles y al “qué hay de lo mío” sobre las alfombras de los ministerios en Madrid, tiene un pase; pero que gente joven que ha nacido en democracia o que prácticamente han vivido toda su vida en democracia, empiecen a cuestionarse el Estado Autonómico y  se dejen llevar por estos cantos de sirena anticuada, resulta alarmante y anacrónico.
La memoria de los andaluces no puede ni debe ser tan débil. Alguien tendrá que salir a recordar a los andaluces como estaba Andalucía en la España preautonómica. Cómo eran nuestros pueblos y nuestras ciudades; cómo eran nuestras escuelas; cómo eran nuestros ambulatorios y nuestros hospitales; cómo eran nuestras carreteras. Cuales eran entonces las coberturas sociales y sanitarias. Cómo era nuestro ocio y nuestra cultura y quiénes podían acceder a ellos. Todos los logros y las conquistas se los debemos, en primer lugar, a la democracia y en segundo lugar a la Autonomía. A la Autonomía con mayúsculas, la que conquistó el Pueblo Andaluz en la calle exigiendo lo que a otros se daba  por “historia”, como si Andalucía no tuviese ni derechos, ni historia.
Es verdad que la Autonomía, por sí, no ha servido para modificar la situación de dependencia y atraso respecto a otras Comunidades. Y es también cierto que se han cometido durante los treinta años de ejercicio del autogobierno andaluz demasiadas tropelías por parte del partido hegemónico, que ha utilizado la Institución, sálvese quién pueda,  para crear un régimen clientelar y una administración paralela reservada a sus familiares y afines del partido.
Siendo todo esto cierto, y siendo todo esto grave, los Andaluces debemos defender nuestro derecho a decidir, porque el mal ejercicio de un derecho, no puede anular el derecho mismo. El problema no son las autonomías, el problema son los malos políticos que gestionan mal las autonomías. Para solucionar este problema sólo hay un instrumento: el voto. A nosotros corresponde decidir quienes nos gobiernan. Y a nosotros nos corresponde con nuestro voto corregir nuestros errores.
En España, en este río revuelto de la crisis, para algunos el problema es el Estado de las autonomías. Nuestro problema, después de más treinta años de democracia, son los nuevos Persas, los separadores de siempre, los que todavía no han aceptado que las autonomías no forman parte del estado porque son el Estado. Lo demás son las cadenas.

martes, 7 de agosto de 2012

CONVERSIÓN ÁULICA


Una mañana, tras un sueño intranquilo, el príncipe Arnaldo amaneció transformado en una rana. Una pequeña, simple y vulgar rana de charca. Ocurrió en verano, en su aposento del palacio estival. Aquella mañana se salvó de morir aplastado bajo la suela del zapato de su ayuda de cámara, porque saltó desde su cuarto al estanque de los jardines por una rendija entre las hojas de la ventana, justo antes de que su ayudante abriese la puerta para llamarlo. Desde entonces, croa cada tarde sentado sobre las hojas de un nenúfar.
Hasta el día de su conversión, ni siquiera los asistentes del palacio se dieron cuenta de los sutiles cambios que se producían en el príncipe. Su voz se hizo pastosa, y las palabras salían de su boca a impulsos, como si regurgitara cada silaba. La tarde anterior, mientras tomaban el té en la terraza, sólo prestaba atención al vuelo de las moscas con una mirada acuosa, casi liquida.
Desde que se dio la voz de alarma, nadie supo nada del príncipe Arnaldo y nadie encontró ninguna nota de despedida. Lo único insólito, a vista de todos, fue un antiguo libro de pastas gastadas, hallado en su cuarto, con un extraño título: “Cuentos y conjuros medievales”.
Manuel Visglerio Romero - Octubre 2011

martes, 17 de julio de 2012

FRASQUITO


      Frasquito tenía el estómago encurtido por los lingotazos de mosto peleón que llevaba años propinándose. Y nunca mejor dicho lo de propinarse, porque Frasquito se sufragaba las borracheras en la taberna del “Ligero”, con las cuatro propinas que sacaba haciendo recados por el pueblo. Le acompañaba siempre un perrillo faldero que apenas levantaba un palmo del suelo al que le había puesto el nombre de “monstruo” para compensar su poco tamaño.
          A “Tijeritas”, el barbero, le traía todas las mañanas el agua fresca del pozo del Barrio Dulce y le encendía el infernillo para calentarla antes de rapar a la clientela. A Curro el “Puya”, el picador, le llevaba a primera hora, desde el estanco, los cinco puros que se fumaba cada día fardando como un señorito en la Maestranza; y a su hermana Dolores le iba a la tienda de Juan “Gramo” a recoger los “mandaos” justo antes de que en el reloj de la Plaza dieran las doce, que era la hora en la que Frasquito hacía su entrada en la taberna de Paco el “Ligero”, con el mismo saludo de siempre:

                - ¡A los buenos días y a los buenos mostos!

             A partir de ese momento Frasquito se sentaba en el mismo taburete de la misma mesa de la taberna y empezaba a beber “medioslitros” hasta que se le calentaba la boca; aunque cada vez bebía menos cañas de mosto porque cada vez necesitaba menos cantidad de alcohol para arrancarse por bulerías, que era el momento fatídico en el que Paco el “Ligero”, lo mandaba a su casa a dormir la mona. Entonces el “monstruo” salía de la taberna y le servía de guía hasta que entraba por las puertas de la casa de su hermana Dolores. Cuando el perrillo se adelantaba más de la cuenta, porque Frasquito pegaba una “camballá”, le gritaba desde lejos:

- ¡Monstruo, no huyas cobarde!

La rutina etílica de Frasquito se alteró un mal día en que los mecenas de sus cogorzas cayeron postrados a un tiempo en el lecho del dolor. Al “Puya” lo ingresaron una tarde de domingo después de pegar un costalazo sobre el albero de la plaza de Utrera, mientras pegaba un puyazo antológico a un miura negro zaino y corniveleto, con la mala suerte, de que trastabillara el caballo y le cayera encima dejándolo para el arrastre. El “Tijeritas” tuvo que cerrar la barbería por una fiebre de malta que le insufló en el cuerpo un queso de cabra que trocó a un buhonero por un corte de pelo. Por mor de la fiebre de malta del mercachifle y la costalada del subalterno Frasquito se quedó sin cuartos y lo poco que bebió, a partir de aquel día, lo hizo a costa de lo poco que le aviaba su hermana Dolores.
Como la convalecencia de los padrinos duró más de lo que Frasco hubiera deseado y la asignación de la hermana alcanzó para poco, de cada tres lingotazos que Frasco se daba en la taberna, dos terminaron siendo fiados. Y con esas de pagar una copa y deber dos, a los pocos días se le acabó el crédito en la taberna de Paco. Incluso en la tienda de Juan “Gramo” dejaron de darle los recados de Dolores, el día en que se tragó de una sentada el vino de las comidas. A partir de entonces, perdió la confianza de su hermana, y terminó vagando por las calles de Marismas acompañado del perrillo y sumido en la desesperación de la abstinencia. Hasta la noche que cruzó la puerta de la sacristía de la parroquia cuando salió el sochantre. Camuflado en la oscuridad, con los reflejos de la luna que entraban por las ventanas, consiguió llegar al armario del vino de la consagración y como siguiendo la liturgia, Frasquito hizo en el aire con la mano la señal de la cruz y con parsimonia y delectación se tragó sin respirar el vino de la eucaristía. El medio litro de vino le atemperó el ánimo y le despejó la mente en la que se le iluminó de repente la luz de una idea. Entró en la iglesia, cruzó el presbiterio y se dirigió con diligencia al cepillo de la Patrona; sacó la navaja y sin saber cómo, a las primeras de cambio, consiguió abrir la cerradura. En el fondo de la cajita de madera apenas habría diez monedas que Frasco puso a buen recaudo antes de dirigirse al reclinatorio de los Urrutia que presidía la capilla principal. Se arrodilló y juntando las manos empezó a rezar una plegaria a la Virgen. Cuando terminó levantó el semblante y le dijo a la Patrona: 

- Virgencita, gracias por el vino. Lo del cepillo es un préstamo. Los padrenuestros son por la salud del “Puya” y del “Tijeritas”; cuanto antes los cures antes te devolveré el dinero. Amén.

Manuel Visglerio Romero - Junio 2012

jueves, 5 de julio de 2012

LA MARTA


A Diego la “Marta” lo encontraron una tarde, a las pocas semanas del alzamiento, tirado en un arroyo a las afueras de Marismas con la cabeza sumergida en el agua turbia de la orilla. Su hermana Esperanza y unos cuantos amigos, habían estado buscándolo durante días sin dar con su paradero. Lo encontró un vaquero mientras pastoreaba vacas junto al arroyo.
Cuando llegaron los civiles y sacaron su rostro del agua, parecía otra persona; tenía el semblante blanco como la porcelana y estaba completamente desfigurado a resultas de la paliza que le habían propinado. Los dos números tomaron el cuerpo de Diego del suelo y lo pusieron a lomos de una mula vieja. Uno de los guardias, mientras tapaba el cadáver con una manta y fustigaba al animal para iniciar la marcha de regreso hacia el pueblo, se dirigió con chulería a los cuatro curiosos que había junto al arroyo: ¿qué pasa, que no habéis visto nunca a un maricón muerto?
Diego la “Marta” había vivido toda su vida en una de las chozas del Cerro de la Horca, una especie de aldea de cabañas miserables separada del pueblo por un camino de arrecife, hasta que con el paso de los años consiguió ahorrar lo suficiente para comprarse una casita en las afueras del villorrio. Los precios de las casas seguían marcando los límites de la penuria; el que conseguía salir del Cerro, a lo más que llegaba era al arrabal de Marismas, de tal manera que el paso entre la miseria y la pobreza se limitaba al cruce de un camino.
Diego Ramírez, la “Marta”, nació en 1900. Iba como decía él, con el siglo. Su padre, Francisco el  “Talega”, era uno más de los desheredados que no tenían más propiedades que la ropa que vestían y una choza que daba cobijo a su familia. Diego le tenía desde siempre un cariño especial a su madre, Consuelo y a su única hermana Esperanza, cuatro o cinco años mayor que él. Con su padre no se llevaba ni bien ni mal porque simplemente no se trataban.
Desde muy niño y a medida que crecía, la madre de Diego se fue dando cuenta de que su hijo era diferente. Su cuerpo frágil y esbelto, y los ademanes femeninos que poco a poco iba mostrando con total naturalidad, confirmaron a la madre los peores presagios para su hijo. Su vida, si Dios no lo remediaba, iba a ser una lucha permanente, no sólo contra las privaciones, sino también contra lo más cruel de la condición humana. Mientras no tuvo edad, su mundo fue el que le fabricaron su madre y su hermana cada día. Él no fue consciente de su diferencia hasta que no empezó a ir a la escuela. Los primeros días, los pasó felizmente en la clase de párvulos de Don Augusto Moraleda, porque era un niño despierto y con ganas de aprender. El problema comenzó para él, cuando un rebaño de mayores del aula de Don Práxedes, el director del colegio, se dio cuenta del peculiar comportamiento de Dieguito, de su forma particular de correr y de saltar y del movimiento acompasado de sus manos. A partir de aquel momento empezó su calvario. A los insultos del rebaño, como si de un juego se tratara, se añadieron los de los más pequeños que repetían como loros lo que escuchaban sin saber siquiera el alcance de la algarabía. El pobre Diego atosigado hasta la histeria, recurría a Don Augusto, pero las palabras de amonestación del maestro de nada sirvieron, hasta que el pobre niño recurrió a Don Práxedes. A la mañana siguiente, al entrar al colegio, el director reunió en el patio a toda la clase bajo un frio helador, y les largó un discurso de más de media hora sobre las virtudes morales y la urbanidad. Desde entonces la vida de Diego dentro de la escuela cambió por completo hasta el día en que decidió dejar de aprender. El rebaño, se tragó el discurso y acepto la autoridad del director dentro de las paredes del colegio, pero se vengó del chivato puertas afuera. Tal fue la presión a la que estuvo sometido Diego, que durante una temporada se encerró en la choza y sólo salía para ir a la escuela. Eran los dos únicos lugares en los que encontraba seguridad. A la presión de los niñatos, se unía la de su padre. El “Talega” discutía con su mujer un día sí y otro también sobre como trataban al hijo. Delante del niño, el “Talega” le reprochó más de una vez a Consuelo que estaba educando a Diego como si fuera una niña, y que al paso que iba terminaría por criar un maricón en lugar de un hombre con dos cojones como eran su padre y todos sus parientes. Una tarde el “Talega” lo mandó a comprar tabaco y como Diego, dominado por el miedo a encontrarse con la cuadrilla escolar, se negó en redondo a cumplir las órdenes de su padre; un segundo no fue suficiente para que el “Talega” se sacara la correa y pusiera en práctica sobre la espalda del pobre desdichado la terapia que venía anunciando a su mujer desde el momento que creyó ver que su hijo maleaba.
Con el paso del tiempo, Diego y el “Talega” se fueron distanciando; Diego dejó de hablarle y empezó a actuar como si el “Talega” nunca hubiera existido; el silencio fue la coraza que detuvo el desprecio y las palizas de su padre, pero contra el acoso de sus compañeros y del resto del pueblo se dio cuenta de que no podría hacer nada. Las burlas, los insultos y las humillaciones se convirtieron en una costumbre. Al final, para seguir viviendo con cierta dignidad, sin sentirse permanentemente vigilado y acosado, terminó por hacer lo que hacían la mayoría de los que se encontraban en su pellejo, seguirle la corriente al personal. A partir de entonces comenzó a representar el papel que una parte de Marismas le había otorgado. Se convirtió en una caricatura de sí  mismo. Y se creó su propio personaje, el de un mariquita ordinario, simpático, deslenguado y respondón, que a todos divertía, y al que utilizó con el paso de los años para vengarse de algunos de sus acosadores dejándolos en ridículo, riéndose de ellos o levantándoles alguna calumnia delante de la gente en el momento más inoportuno.
Diego dejó la escuela con apenas quince años y se fue a trabajar con su hermana Esperanza, que llevaba años pintando casas en el pueblo. Se dedicó a partir de entonces a pintar paredes al tiempo que en la cabeza iba pintando ilusiones de una vida mejor. Fue en estos años cuando nació el apodo de la “Marta”. Se lo puso a Diego, Doña Maruja, la señora de Don Manuel Urrutia, el propietario con más tierras de todos los contornos. Durante unos días de primavera, Diego y su hermana estuvieron pintando en Sevilla en la casa de unos primos de Don Manuel, adonde habían ido recomendados por Doña Maruja. Cuando regresaron al pueblo la señora los mandó llamar para enterarse de la estancia en Sevilla. Diego que llevaba la voz cantante y que no dejaba nunca hablar a su hermana, no paró de realzar la finura de la prima de Don Manuel. Una señora que parecía una marquesa por las ropas tan elegantes y relucientes que siempre llevaba, por las visitas que recibía y por las salidas que hacía casi a diario. Incluso el último día según relató Diego, la señora fue al teatro acompañada de una amiga de nombre muy rimbombante. Y estaba tan seguro porque escuchó desde el patio como la señora le decía a su doncella, que esa noche iría al teatro con la marta cibelina. Nada más escuchar la dueña de la casa las últimas palabras de Diego, lo calló, y delante de todos los que estaban presentes le dijo:
-¡Ay, Diego! ¡Ay, Diego! Tú sí que eres una marta cibelina. ¡Pero hombre, si la  marta es un abrigo!, - a partir de aquel día, Diego Ramírez pasó a la historia y nació a partir de entonces, y para siempre, Diego la “Marta”.
Cuando su hermana Esperanza se casó con un peón caminero y se fue del pueblo con su marido buscando nuevos caminos, Diego la “Marta” siguió recogiendo calzos y encalando tapias. Tenía su clientela entre lo más estirado de Marismas, aunque la mayor parte del año lo dedicaba a trajinar entre el cortijo y la casa grande de los Urrutia. Unas veces lo llamaba Doña Maruja para lavarle la cara a los caserones y otras lo hacía llamar Don Manuel para que divirtiera con sus coplas y con sus chistes salidos de tono, las comilonas que montaba cada vez que se terciaba y a la que invitaba al alcalde, al boticario, al médico y a un surtido grupo de pelotas que acudían a alabarle las virtudes al señor, a comer de balde y a trasegar por la cara todas las copas a que hubiere lugar.
Cuando llegó la República, la rutina de Don Manuel Urrutia se mantuvo, aunque con más discreción; con el nuevo alcalde ya no pudo contar porque era del partido radical, y con algunos pelotas tampoco porque se habían convertido en republicanos de toda la vida. La “Marta” era de los que acudía siempre a la llamada del potentado para rellenar como un bufón sus horas de rutina, porque para él y para muchos marismeños la pobreza no era compatible con la dignidad.
Durante los años de la República, la agitación social y las huelgas en el campo fueron en Marismas igual de habituales que en otros muchos pueblos de Andalucía. A medida que pasaban los días y los meses, para Diego resultaba más difícil mantener la lealtad pagada por los Urrutia. Cada vez que salía de su casa camino a la casa grande y se encontraba con algún piquete, volvían sus fantasmas escolares, aunque ahora venían acompañados de miradas de odio, de reproches de clase y de amenazas de muerte.
El alzamiento se impuso en Marismas en los primeros días. Un destacamento de regulares al mando de un capitán se encargó de que así fuera. La guerra pasó de largo por los arrabales, pero se quedaron entre las callejuelas la represión y la venganza. Del orden se encargaron el cabo de la guardia civil y el antiguo alcalde. En pocas semanas, el pueblo volvió a ser lo que siempre había sido, y la vida de Diego la “Marta” retornó a sus rutinas, a sus cales y a sus brochas. Hasta que una mañana no volvió al trabajo en la casa grande de los Urrutia. Don Manuel mandó a buscarlo. Como no estaba en su casa, mandó llamar a su hermana por si sabía de él. Nadie lo había visto. Nadie sabía por qué se había marchado. Pasaron dos días y no se supo nada; entre la gente del pueblo empezaron los rumores: ¡se ha pasado a los rojos! – decían unos; ¡lo han secuestrado los guerrilleros en la marisma! – decían otros; ¡se ha fugado con un amante! – decían los de siempre; ¡se ha ido a América a hacer fortuna! – decían los que le tenían aprecio. Y así, entre buenos deseos y malos augurios pasaron los días de ausencia de Diego la “Marta”, hasta que una tarde llegó al cuartelillo de los civiles un vaquero de la marisma con el aviso de que había un muerto en la orilla del arroyo Salado, muy cerca de Marismas.
Manuel Visglerio Romero - Diciembre 2.010



miércoles, 27 de junio de 2012

SEGÚN COMO SE MIRE


Cuando cambias el punto de vista de las cosas habituales, te das cuenta de que todo en la vida es relativo. Te das cuenta de que todo depende de la forma en que miras y te miran. Ver las cosas, por ejemplo, como si estuvieras asomado en la terraza de un edificio altísimo te da una nueva perspectiva de la realidad. Cuando ves el mundo desde las alturas te das cuenta de que la vida puede ser de otra manera.
            Ver la ropa bailando en las azoteas no es igual que verla posar en los escaparates o arrugada sobre una tabla de planchar. Ver desde lo alto una y mil calvas diferentes brillando al sol no es lo mismo que mirar por las calles las caras cotidianas a que alcanza tu vista. Contemplar un canalillo al aire desde las alturas es más excitante que ver de frente dos pechos camuflados tras una blusa escotada. Atisbar unos hombros desnudos desde el cielo es más apasionante que ver llegar una cintura de avispa abrazada por un cinturón ajustado.
            No es comparable oír una campana, a lo lejos, que verla voltear mientras te llama; ni es igual ver los tejados que los sótanos, ni las copas de los árboles que los parterres. No es lo mismo estar en una nube que estar entre las nubes, suspendido en el aire. No es igual ver un bosque de antenas que estar secuestrado durante horas mirando una pantalla; ni es lo mismo ver una calle, una avenida o una plaza que ver de golpe toda una ciudad. No es igual ver una rosa que contemplar un jardín; ni es lo mismo ver a lo lejos el vuelo de un pájaro que volar en los cielos como si fueras un pájaro. Y es que desde que puedo volar todo en mi vida ha cambiado por completo. Manuel Visglerio Romero - Junio 2012.

martes, 12 de junio de 2012

VERANO


              La noche ha sido tórrida y espesa. No se levantó la marea y los visillos no han podido mecerse con su brisa. Las paredes han pasado la madrugada desprendiendo la soflama del sol en el ambiente. Costaba respirar sobre los colchones tendidos en el suelo. Ni siquiera las losas atemperaban el aire. Por los ventanales sólo ha entrado el canto agudo y monocorde de los grillos. Los grillos son los dueños de la noche como las chicharras son las dueñas de la siesta. Los dos cantan con un mismo canto monótono y estridente. Ellas le chirrían al sol y ellos le grillan a la luna.
            En las noches de insomnio los hombres en el pueblo aparejan las bestias antes de que cante el gallo. Hay que llegar a la tierra con las claras del día para robarle al sol las calores de la canícula. Sobre las monturas los serones llevan a la ida la talega con los avíos para el gazpacho, las cántaras de agua y las jaulas vacías que vendrán repletas de frutas al regreso. Arropados por hojas de viñas en las canastas, los damascos, las brevas, los melocotones, las ciruelas blancas o los peros agrios, viajaran a la vuelta sobre los serones. Y cuando llegue su tiempo saldrán las carretas a acarrear por los campos los tomates pintones, los calabacines, las sandías rayadas y las uvas blancas y las uvas negras. Y cuando el sol empiece a esconder su rostro abrasador sobre el horizonte, los hombres, sobre los pescantes, enfilarán el camino hacia la casa con la querencia de la ropa limpia y del agua fresca. Y mañana será otro día y sobre las calles y sobre las casas volverá el calor, como cada día, porque en Marismas es verano.
Manuel Visglerio Romero - Junio 2012.

miércoles, 30 de mayo de 2012

LA VIEJA FRIENDO HUEVOS





Hoy me trajo Diego una toca blanca de algodón ribeteado, para que me la pusiera sobre la cabeza y la apoyara en el jubón, sobre los hombros. Me dijo otra vez que me sentara delante del hornillo de carbón y que me acercara todo lo que pudiera al fuego, con cuidado de no quemarme la basquiña. ¡Pues claro hijo que tendré cuidado! – le dije yo -, los jóvenes se creen que las viejas somos tontas. Y es lo que yo le digo, que bastante tiene una con aguantar los dolores de huesos en las manos y en las rodillas -¡que hay días que no manda una en su cuerpo! ¡Que qué tiene que ver la reuma con tener la cabeza en su sitio! Que es verdad que a mi madre le falló un poquito la cabeza cuando decía ella que tenía ochenta años. Pero que yo tengo que estar cerca de esos años y a mí no se me olvida nunca nada. ¡Vamos que a mí no se me ha olvidado nunca quien soy yo, ni quién es él! ¿Bueno y esto por qué lo estaba yo diciendo? ¡Ah, bueno!, por lo del hornillo de carbón. ¡Tú ves como me acuerdo de las cosas! Bueno pues cuando me senté, me dijo que me pusiera con la cuchara de madera como si estuviera friendo huevos, pero sin freír huevos. Después me dijo otra vez que no mirara a la ventana, que mirara al quicio de la puerta. Y yo le dije: ¡Dieguito hijo!, no me pongas más mirando a la pared, que cuando una está friendo huevos, aunque no esté de verdad friendo huevos, lo que se miran son los huevos. Y él no dijo nada. Y yo pensé: ¡él sabrá, que para eso es el pintor!
Yo conozco a Dieguito, porque yo servía en la casa de su suegro cuando él entró de aprendiz. Él es del barrio, es hijo del portugués. ¡Yo de esto de las pinturas, no sé nada!, pero la gente dice que pinta mejor que el maestro. Y si pinta mejor que el maestro, ¡ya tiene que pintar bien!, porque la casa de Pacheco está llena de cuadros a cual más grande y a cual más bonito.
Le dije que me pintara guapa; bueno guapa no le dije, le dije que me pintara bien. Y él no me dijo nada. ¡Él casi nunca dice nada! Mirando las jarras de barro de la mesa, me acordé que hoy tengo que ir a casa de mi cuñada. ¡Pero es que me da tanto miedo cruzar el puente de barcas para ir a Triana!
Una de las veces que me quedé mirando la mano del almirez, me volvió a reñir para que mirara otra vez al quicio de la puerta, y yo le dije que me cansaba mucho estar mirando siempre al mismo sitio. Aunque no me dejaba mirar, yo pensé que la jarrita verde tenía que ser de Úbeda porque ese verde no lo hacen en Triana.
Hace un montón de días que no veo a Juanillo el de Frasquita por ningún sitio, y eso que viene casi todos los días a pedirme higos chumbos. Si por lo menos hubiera estado Juanillo aunque no tuviera el melón entre las manos, me habría cansado menos, porque por lo menos aunque no hubiera movido la cabeza por lo menos habría movido los ojos. Ahora habría mirado al quicio. Después habría mirado a Juanillo. Y si no hubiera mirado a Juanillo, habría mirado el melón. ¡Que digo yo, que porqué le habrá dado la manía a Dieguito, de pintar un melón podrido, con las buenas sandías y los buenos melones que vienen todos los días de Los Palacios!.
Después le pregunté por los huevos, y él me dijo que ya los había pintado. Yo le pregunté que cómo se pintan unos huevos fritos, sin que se quemen. ¡Porque en pintar un huevo frito, no se tarda lo mismo que en freír un huevo! -dije yo. Pero él no dijo nada.
Antes de que terminara le dije que me dejara ver el cuadro, que me gustaría verme, pero él me dijo que sólo me había pintado la mano derecha agarrando la cuchara. Yo le dije que me dejara mirar la mano, y él me dijo otra vez que no. Como le puse mala cara, me dejó ver la pintura. No me extraña que no haya vuelto a ver a Juanillo, ¡está dentro del cuadro!, ¡igual que mi mano derecha!, ¡igual que la cuchara! Es curioso ver como mi mano, ¡sola!, fríe huevos dentro de un cuadro.
Desde esta mañana tengo mareos y no veo bien. Me miro la mano derecha y se enturbia como si la estuviera mirando debajo de la lluvia; debajo de un aguacero. ¡Me han  tenido que echar un mal de ojo!, porque la mano izquierda cuando la miro la veo igual de bien que la cara de Juanillo que está pintada en el cuadro de Dieguito Velázquez.
Manuel Visglerio Romero - Noviembre 2010.

jueves, 24 de mayo de 2012

CURRO EL "PATO"



Como todos los años, cuando apenas llevaban dos meses de clase, Curro y Juan, los hijos mayores del “Pato”, tuvieron que dejar la escuela de Marismas para ir con su padre al verdeo. Ellos no eran los únicos, casi la mitad de sus compañeros se veían obligados a hacerlo cada otoño, aunque muchos volvían a las aulas cuando acababa la recolección de la aceituna.
Currito era el mayor de seis hermanos y acababa de cumplir catorce años. Eran tres varones y tres hembras. La madre era tan prolífica y el padre tan fogoso que entre los hermanos y las hermanas apenas se llevaban la cuarentena. Once partos tuvo la pobre mujer, aunque cinco de sus hijos no llegaron a cumplir el año. A esta desgracia se debía la diferencia de edad entre Currito y sus hermanos. Currito le llevaba a Juan, el segundo de la prole, cuatro años de edad; a María ocho, a Fernando nueve, Rafael tenía tres años, y Anita y Josefina, que eran mellizas, apenas tenían dieciocho meses.
Aunque José Sánchez “el Pato”, era un hombre trabajador, los dineros que ganaba un jornalero, no daban para llenar las bocas de sus hijos, su mujer, y su madre que vivía con ellos; porque “el Pato”, trabajar, trabajar, lo que se dice trabajar, trabajaba poco. Entre los escasos jornales que daba la tierra de Marismas, y las muchas manos que había para llevárselos, los trabajadores del campo trabajaban poco y vivían peor; salvo algunos pequeños manchoneros de la campiña que hacían de propietarios en sus pequeños terrenos y de asalariados en los ajenos, y que con un poco de un lado y otro poco del otro, llevaban una vida medianamente digna.
La vendimia, la poda, el verdeo, la tala, la siega, la trilla y poco más, cubrían cuatro meses de jornales en el año, si el año venía bueno; porque si el año era de lluvias o de heladas y los manchoneros se quedaban sin cosecha, entonces los capataces de las fincas grandes subastaban los jornales en los “Cuatro Vientos”. Los “Cuatro Vientos” era un cruce situado en la entrada del pueblo, en la confluencia del camino de Sevilla con una de las veredas que llevaban a la marisma. En los “Cuatro Vientos”, los años malos, primero tenían trabajo los más largos, que eran los que se aseguraban el jornal, el resto se vendía casi como esclavos, por la comida y cuatro miserables perras.
Los años de bonanza el personal no daba a basto. Como los manchoneros trabajaban en lo suyo, la mano de obra del pueblo no era suficiente para cubrir las peonadas. Venían entonces cuadrillas de otros lugares que paraban en los cortijos cuando estaban alejados del pueblo, o debajo de chamizos que fabricaban en los propios tajos para no dormir a la intemperie.
Aquel año vino bueno, y como faltaban manos en el campo, “el Pato” se llevó por delante a sus hijos mayores, que aunque no podían subirse y bajarse a una escalera con un macaco colgado, si podían varear, rastrear el suelo o manejar una espuerta llena de aceitunas hasta llevarla a los carros. No ganaban entre los dos un jornal completo, pero ayudaban a llenar la faltriquera para pasar el invierno.
El “Pato” vivía con su familia en una choza que construyó su padre en el Cerro de la Horca. La toponimia del lugar la investigó en su día Don Rufino, el maestro, y aseguraba a todo aquel que lo quería oír que aunque por aquellas fechas en el cerro no había ningún patíbulo, según las actas capitulares de Marismas hacía más de un siglo, se consignaron unos dineros para mantener allí un cadalso. Como el lugar tenía poco interés agrícola y además cuando llegaban las inundaciones el Cerro  pasaba muchos días convertido en una isla, no es extrañar que terminaran viviendo en él las familias más pobres y miserables de toda la población.
La choza del “Pato” era de las pocas entre las diez que había en el Cerro que tenía paredes de tapial y techumbre de pasto; el resto de las chozas eran todas completamente de paja y de forraje. En invierno, cuando llovía se mojaban como una canasta, y cuando apretaba el sol en el verano aguantaban la flama como buenamente podían. La choza del “Pato” era de las más grandes, medía casi diez varas de largo por casi cinco de ancho. En el hastial que daba hacia el norte, que era entero de mampostería, se situaba un tiro de chimenea y a sus pies unas trébedes con una olla renegrida que hacía las veces de cocina cuando había algo que comer, y que por el invierno hacia funciones de estufa. En el centro de la nave, clavados en el suelo de tierra apisonada, emergían dos pilares de eucalipto, que eran los que sustentaban, junto con una viga horizontal todo el peso de la techumbre: un entramado de ramas y de rollizos de distintas maderas que servían de soporte a la cubierta de paja. Como las paredes de la choza eran tan endebles  tenían sólo dos ventanucos abiertos, tan ridículos, que apenas conseguían dar entrada en el verano al viento de la tarde, que allí llamaban la marea por venir del mar. Una sábana hacia de tabique divisorio entre el camastro del “Pato” y su parienta y los colchones de hojas de maíz tumbados en esteras donde dormían sus hijos y la abuela. Un baúl para la poca ropa que tenían, unas sillas de enea medio desvencijadas, y una tabla y dos borriquetas para poner la mesa, era el humilde ajuar de la cabaña del “Pato”.
La familia de José Sánchez, como otras del lugar, pese a su miseria, era una de las familias de más solera de Marismas. Sus antepasados, según había oído hablar el “Pato” a su padre y a su abuelo, fueron de los primeros pioneros que colonizaron aquellas tierras. Y como contaba José a sus hijos, con pesar y con nostalgia, en un tiempo tuvieron tierras y una casa. La casa de los Sánchez estaba en una de las mejores calles del pueblo, y cada vez que el “Pato” pasaba delante de ella, su visión le  hería el orgullo y le hacía maldecir al destino por haber condenado a su estirpe a cambiar la calle del Buen Aire por el Cerro de la Horca.
Por una mala cosecha, su padre Francisco Sánchez, alias “Curro el Pato”, perdió las tierras y tuvo que malvenderlas para pagar las simientes que compraba fiadas a Juan “Gramo”, el dueño de la única tienda de comestibles del pueblo. El “Gramo” que trataba casi todo el cereal que se criaba en Marismas, lo vendía a cuenta de las cosechas. Era largo para vender, pero haciendo honor a su apodo, más corto era para cobrar, y cuando se trataba de cobrar no tenía compasión; o cobraba o cerraba al moroso la abacería.
Con los dineros que le sobraron de la venta del manchón, Curro el “Pato” aguantó unos años. Empezó a emplearse como jornalero, pero como el jornal no daba para mantener la casa, terminó por comerse los réditos del manchón, y por pedir prestado con la garantía de su casa. Justo antes de nacer su único hijo José, Curro el “Pato”, vendió la casa de la calle del Buen Aire para hacer frente a las trampas.  Pago las deudas, compró un cacho de tierra en el Cerro de la Horca, y con la ayuda de su cuñado levantó una choza. La vida le había jugado una mala pasada, pero lo peor de todo para él no fue tener que vender la casa que heredó de su padre, lo verdaderamente humillante para su orgullo fue tener que ver a su mujer Anita, adentrarse con el hijo en los brazos en las tinieblas de la pobreza.
Desde aquel día su vida cambió por completo, siguió trabajando cuando hubo trabajo, pero en los largos días y meses de paro, acabó refugiándose en la taberna de Paco el “Ligero”. Entre copa y copa quiso ahogar las penas, sin darse cuenta que mientras sus penas nadaban en el mosto, su vida se arruinaba para siempre. Lo que empezó siendo una visita a la taberna para acompañar a un amigo en los días sin faena, concluyó siendo la rutina de todos sus días. Lo poco que ganaba cuando estaba fresco se lo gastaba en vino, y los pocos platos que acabó comiendo, fueron de la pobre olla de su cuñado, que se los daba a su hermana y a su sobrino para que no se muriesen de hambre, o de la caridad ajena que su mujer recibía de la parroquia.
Cuando José empezó a tener edad de darse cuenta de lo que era el hambre, y a enterarse de lo poco o nada que su progenitor hacía por remediarlo, más de una vez clamó a su madre para que dejara de dar dinero al padre de lo poquito que ganaba fregando suelos o zurciendo ropas.
Anita quería a Curro más de lo que su hijo pudiera jamás llegar a intuir. Se enamoró de él apenas cumplió los dieciséis años, el día que regresó al pueblo después de servir al rey como recluta. Antes nunca lo echo a ver, aunque lo veía de vez en cuando, cuando venía con permisos desde la capital donde servía en el cuartel de intendencia, porque la poca edad todavía no le había abierto los ojos para ese tipo de miradas.
Ella siempre intentaba buscar una justificación para darle a su hijo. Que si no había trabajo, que si la mala suerte, que si las malas compañías. Y aunque sabía que su Paco no tenía solución, le cegaba el cariño y se engañaba a sí misma esperando un milagro que por más que imploraba nunca aparecía.
Con apenas cuarenta años Francisco Sánchez “el Pato”, abandonó este mundo, dejó libre un banco en la taberna de Paco “el Ligero”,  un hueco en una choza del Cerro de la Horca y un vacio en el alma de Anita, su mujer, que difícilmente llenarían ni el tiempo, ni el amor de un hijo de apenas dieciséis años. Manuel Visglerio Romero - Mayo 2012 


jueves, 3 de mayo de 2012

AMOR CELESTIAL


            Una de las personas más extrañas que jamás he conocido es mi compañera Celeste Valdemar. Pensarás que el nombre me lo acabo de inventar porque crees que nadie tiene ese nombre y menos acompañado de ese apellido. Pero te aseguro que el nombre es real y el apellido también. Yo no conocí al padre de Celeste, pero por la historia que me contó su hija, parece que le puso el nombre en recuerdo de la primera vez que vio a su madre mientras pintaba una marina en la orilla de la playa. En aquel preciso instante mientras su madre pasaba delante del caballete él usaba el color celeste. Con este antecedente no es extraño que la hija haya heredado de su padre las rarezas.   

            Te he dicho que Celeste es mi compañera, aunque tendría que haberte dicho que fue mi compañera, porque hace ya más de diez años que se fue y dejó el trabajo. Lo que pasó antes de su marcha fue antológico, ya te contaré. Incluso lo de compañera es un decir, porque en el trabajo pasaba por etapas en las que no conocía a nadie y le molestaba incluso que le dieras los buenos días, y por otras en las que sería capaz de hipotecar su casa para ayudarte a pagar las letras de tu coche. Yo no sé cómo llaman los psicólogos a ese comportamiento, creo que es un trastorno bipolar o algo parecido. Aunque conociéndola, supongo que no es algo patológico, simplemente Celeste es así. Son sus manías; como vestir siempre de celeste. Celeste es normal a su manera.

En una época le dio por las piedras y las energías cósmicas y de cuando en cuando le daban ataques de claustrofobia y se iba del trabajo sin decir nada a nadie o se llevaba días sin venir porque una conjunción planetaria le impedía salir a la calle. Recuerdo que una de las veces que regresó al trabajo se sentó en su escritorio y con cara de circunstancias me dijo con voz grave: la vida sería maravillosa si no fuese por las personas.

En otra época, recuerdo que se obsesionó por los números y la astrología y se pasó meses de fiebre pitagórica, asignándole números a todos en la oficina. Cada número llevaba aparejado unos rasgos personales y unas cualidades positivas y negativas. Había números afines entre sí y otros, según ella, absolutamente incompatibles. A mí me asignó el número dos, que por lo visto es de lo mejorcito, aunque yo no me enteré muy bien de la numerología celestial. Sí recuerdo que ella era el número siete y necesitaba para su plenitud encontrar el número cinco.

La última extravagancia que presencié de Celeste sucedió precisamente cuando encontró a su número cinco. Fue una mañana de primavera poco antes de que desapareciera definitivamente del trabajo y, desde entonces, de mi vida. Celeste y yo trabajábamos en un edificio de oficinas. Un coloso de más de treinta plantas cerrado por enormes cristaleras de vidrios ahumados. La cafetería estaba en la planta baja. Era una enorme sala repleta de sillas y mesas entre la cristalera del edificio y una barra larguísima llena de camareros por dentro y de taburetes giratorios por fuera. Cada mañana en el intervalo de una hora, los camareros, a un ritmo frenético, servían más de mil servicios de casi mil maneras diferentes.

            Celeste era de las últimas del departamento en bajar a la cafetería porque le gustaba desayunar sola. Cuando llegaba quedaban muchas mesas vacías y casi siempre se sentaba en una mesa para tres adosada a la cristalera. Le gustaba el sitio porque al tiempo que comía podía ver los jardines del exterior; los árboles, el césped y sobre todo los pajaritos. Era el único momento, según decía, en el que podía ver algo más que un techo bajo, una mampara ciega y la pantalla de un ordenador;  y cada vez que tenía la suerte de ver volar a algún pájaro entre los árboles, se convencía a sí misma de que tenía que salir de allí antes de que el coloso de cristal le consumiera el alma.

            Aquella mañana yo la acompañé a desayunar y cuando se dirigió a su mesa preferida con la bandeja entre las manos se percató de que en el asiento vacío había una carpeta azul con cierres de goma, que con toda seguridad, alguien había dejado olvidada. La cogió en la mano y la alzó por si alguien la reclamaba. Como nadie pareció interesarse por ella, la dejó junto a un asiento que quedó vacío entre las dos. Pensamos que seguramente antes de que termináramos el desayuno el dueño vendría a recogerla. Pero no fue así. Le dije entonces que lo mejor sería dejarla en la barra por si alguien venía preguntando por ella, pero Celeste se empeñó en abrirla por si podíamos encontrar algo relacionado con su propietario. Recuerdo que le sentencié que fisgonear en los papeles de los demás sin permiso era una falta de educación. Pero Celeste me respondió que si la carpeta había llegado a sus manos no podía contradecir al destino y que, además, si abría la carpeta y se saltaba la norma a lo mejor le resolvía un problema a su dueño. Discutimos, pero al final abrió la carpeta y al abrirla se desencadenaron los minutos más frenéticos que he vivido nunca.

En el interior de la carpeta no había ningún documento personal, ningún escrito con membretes o firmas que a simple vista indicara algo sobre el propietario; sólo había un folio escrito con un escueto mensaje: “Mi vida ya no tiene sentido. El cosmos se ha conjurado contra los débiles. Si no vienes tendré que partir”. Cuando las dos leímos el mensaje, Celeste dijo: “Es él, tengo que encontrarlo antes de que se suicide”. A partir de aquel momento de nada sirvieron mis razonamientos sobre que nadie deja una carta de despedida en la cafetería de un edificio de oficinas en el que trabajan más de mil personas; sobre que seguramente sería una broma de mal gusto; o que no tenía sentido no poner un destinatario en la carta de un suicida.

De nada sirvió que le dijera que entregara la carta a los de seguridad o que llamara a la policía. Ella, y yo detrás de ella, empezamos un maratón desde los cuartos de caldera del sótano hasta las azoteas, entrando planta por planta en todas las dependencias, los cuartos de instalaciones, los aseos... Y por más que le decía que era imposible encontrar a una persona en un edificio tan grande buscando sólo en los lugares comunes, ella seguía su búsqueda. Y cuando le planteaba la posibilidad de que podía estar en cualquier despacho, ella siempre contestaba: “Me está esperando”.

            Después de más de una hora de abrir puertas y de subir escaleras, lo encontramos en un almacén junto al cuarto de máquinas del ascensor, sentado sobre una mesa en la posición de loto, vestido con una túnica de color azafrán, con una cuerda atada al cuello y a una tubería contraincendios. Cuando entramos en la habitación, abrió los ojos, deshizo el nudo de su garganta y le dijo a Celeste mirándola a los ojos, como si sólo ellos dos estuvieran en el mundo: “Gracias amor, sabía que vendrías”. Después de aquel encuentro no he vuelto a ver a Celeste Valdemar. 
Manuel Visglerio Romero - Abril 2012   

viernes, 13 de abril de 2012

LAS PREOCUPACIONES DE UN FANTASMA



Los que vivimos en el limbo, llevamos una vida un poco monótona. Y no me refiero a estar en la inopia. Me refiero al lugar en el que permanecen las almas después de la muerte, sin ningún motivo y por un tiempo indefinido. Este es mi caso. Yo dejé de existir para la vida mortal en una fecha y por una causa que no vienen a cuento. Desde entonces estoy aquí y no sé exactamente cuánto tiempo hace de mi llegada. El motivo también lo desconozco. Supongo que esta incertidumbre forma parte de mi condena, aunque esto es lo más llevadero. Lo que peor llevo como alma en pena, es la soledad, y sobre todo las pruebas. Si tú hace poco que has llegado aquí y estás leyendo esto, pronto te darás cuenta del suplicio de las pruebas. Comprobarás cómo de vez en cuando aparece una luz muy agradable que te hace entrar en un estado placentero y cuando empiezas a sentir algo que comienzas a creer que es de un rango casi celestial, la luz desaparece y te quedas con un palmo de las narices que no tienes, porque como ya dije antes, ya no tienes un cuerpo mortal. Supongo que alguien pretende comprobar con esta prueba cómo reacciona el alma pecadora a las variaciones de la luz divina.

De todas las pruebas, las más mortificantes, entre comillas, son las encarnaciones temporales. No alcanzo a comprender su sentido. No sé si con ellas me están poniendo a prueba para saltar a otra dimensión, ni sé que esperan de mí cuando me materializan. No sé si quieren que asuste a algún crédulo o que le abra los ojos a algún incrédulo; entre otras razones porque no sé si me ven, o siquiera si me oyen cuando les hablo. Lo cierto es que a veces me  desconcierta aparecer de pronto, por ejemplo, en medio de una manifestación en protesta por la subida del precio de los piensos para la cabaña porcina, y no saber que se espera de mí. Cuando además he llegado a la conclusión de que en estos lugares paso completamente desapercibido, al igual que en las concentraciones, los partidos de fútbol, los conciertos y en general en cualquier espectáculo de masas; sobre todo si son con luz diurna, en cuyo caso parece que el ectoplasma se transparenta.

Sólo he tenido una experiencia terrenal o así me lo pareció, y de acuerdo con lo que he dicho antes, sucedió en un lugar propicio. Un sitio poco iluminado, silencioso y poco concurrido. Ocurrió mientras paseaba materializado por los pasillos de un museo, flanqueado a ambos lados por una hilera de enormes retratos. Observé al final de la galería, en un ensanche, cómo un hombre de mediana edad se sentaba en uno de esos bancos modernos redondos, más propios de un aeropuerto que de un museo, salvo el museo de la formica, claro está. Me acerqué con determinación y me situé justo delante de él. Me di cuenta de que me veía porque dejó de mirar al frente y dirigió la mirada hacia mis zapatos, y a continuación la fue alzando hasta llegar a mi cara. Cuando nuestros rostros quedaron observándose frente a frente, le pregunté:

-   ¿Cree usted en los fantasmas?
Mostró una leve sonrisa, y respondió:

-   ¡Cómo no voy a creer!
Antes de que pudiera preguntar nada más me hicieron desaparecer de su vista. Y desde entonces, ya no sé si los mortales pueden ver y hablar con fantasmas, porque no sé si aquel personaje del museo era o no era realmente un fantasma. Sólo resta que tú continúes la investigación, porque si has podido leer esta carta ectoplasmática, será una señal indudable de que tú ya te encuentras en el limbo.

 Manuel Visglerio Romero - Octubre 2010

lunes, 9 de abril de 2012

PRIMAVERA


Ayer llovió apenas una lágrima y la lluvia ha maquillado de lunares blancos los cristales de las balconeras. Hizo frío temprano y los geranios y las gitanillas de la baranda tienen las hojas mojadas de rocío. El sol, muy de mañana, duele en los ojos cuando se refleja y te mira desde los charcos o cuando se arrebata y reverbera sobre las paredes blancas de las casas. Al derramarse sobre los arriates les pone la cara amarilla a los jacintos, el rostro malva a los nardos y pinta de rojo bermellón los claveles que cuelgan de las macetas. Las calles cobran vida. Ya no están solitarias las mañanas. Con el alba los hombres salieron al campo a llevar la sementera que dará la granazón en el verano. Ya no van encorvados por el peso del frio y del abrigo porque llevan la vida y el sostén de su gente entre las manos. Van a sembrar de esperanza los surcos de la tierra. Por los portales abiertos de las casas se oyen risas y cantos y se escapan por el aire los olores de los guisos. Las jovencitas ya no salen de las casas ocultándoles al frío los semblantes, sus miradas son claras como el firmamento limpio y azul de la marisma. Y si temprano, con la fresca, cubren sus cuerpos al relente, cuando llega la tarde el sol y la calor les roba la cobertura y aparecen frescas y ligeras en el paseo, como las mariposas, mientras los muchachos las siguen y las persiguen. Unos con elegancia y galantería y otros enardecidos como animales llevados por la querencia. En el paseo, hace ya algunos días, reventaron en blanco los naranjos, y uno tras otro, imitando a los cielos, han llovido azahar sobre la acera. El efluvio sutil y delicado de su aroma hace grato caminar bajo sus ramas. Las tardes son hermosas y el paisaje es agradable y multicolor. Marismas está feliz. Es primavera.
Manuel  Visglerio Romero - Marzo 2.012

viernes, 30 de marzo de 2012

LA ESPERA




Podría escribir una
y mil veces tu nombre
sobre una pared blanca,
enjalbegada.
Esperar tu recuerdo
y tu regreso,
esperar tu llegada.
Aguardarán
mis labios tu voz,
mis ojos tu mirada,
mi olfato tu perfume,
mi oído tu llamada.
Y cuando mi piel
sobre tu piel descanse,
quedaremos los dos
junto a la cal,
compartiendo la luz,
la tierra
y la mañana.
Junio 2.010

jueves, 29 de marzo de 2012

PASIÓN DECEPCIONADA


Era Jueves Santo. Llevábamos más de doce horas caminando por las calles de Sevilla. Apenas nos habíamos sentado un par de veces; una vez para almorzar y otra para tomarnos un café, por supuesto en una terraza, pendientes del  bullicio de la calle. Sobre todo él, que ni siquiera mientras comíamos dejaba de estar pendiente de todo. Y aunque estábamos sentados frente a frente, apenas me miraba a la cara porque sus ojos permanecieron siempre alerta de cualquier detalle. Una mujer con mantilla, un nazareno, un músico con uniforme de gala, el escudo de solapa del señor que se sentaba a nuestro lado. Todo lo que sucedía en la Semana Santa giraba a su alrededor, incluso la dieta estaba condicionada. Espinacas con garbanzos, patatas con chocos, calamares a la riojana y tarbinas de bacalao, formaban parte de su exclusivo menú, rematado con pestiños y torrijas, del que él jamás se desviaba desde el miércoles de ceniza. Y claro, el recetario lo dirigía inevitablemente a un reducido y selecto grupo de bares planificados después de muchos años de búsqueda. Sólo estuve con él de pascuas a ramos. En nuestro caso el dicho se aplicó casi con exactitud, porque lo conocí un Domingo de Gloria y nos despedimos aquel Jueves Santo. Durante ese año me fue mostrando las pinceladas de su fervor cofrade. Vivía sólo con su madre viuda en un piso antiguo en el que no  faltaba un detalle cofradiero: desde el Dios bendiga esta casa de la puerta de entrada, hasta la colección multicolor de figurillas de barro con las distintas ropas de nazarenos, y las numerosas fotografías, repartidas por todo el piso, de todos los Cristos y  las Vírgenes de su devoción. Recuerdo que su señora madre, me puso sobre aviso de sus manías cuando su hijo empezó a querer identificarme todos las insignias de su colección de hermandades.
-          ¡Niño hijo, no atosigues a la muchacha con tus historias!
Creo que aquello lo dijo la primera vez, de las pocas veces que estuve en la casa. Me resultó una mujer muy sencilla y muy simpática. Y también recuerdo que a su hijo no le agradaban para nada los comentarios que me hacía sobre sus aficiones.
-      Niña hija a ver si tu eres capaz de quitarle los santos de la cabeza que a mí ya me tiene “jartita” con tanto santo y con tanto pito. Que no he visto más que le gusta una marcha.
Y tenía razón, porque aunque al principio parece que le dio algún reparo, a partir de la segunda vez que salimos juntos no hubo una vez que nos montásemos en su coche que no colocara un disco con marchas procesionales. ¡Incluso en agosto viajamos a la playa bajo los acordes de Amargura y los Campanilleros!
Después vinieron los cultos, los traslados, los viacrucis y otra vez los traslados y otra vez los cultos, y otra vez los viacrucis y los ensayos de las cuadrillas de costaleros. Y que si este capataz es el mejor de Sevilla. Y que si vamos a los ensayos de la banda del paso de misterio de tal hermandad que tiene un cornetín que te pone los pelos de punta. Que mañana no salgo porque tengo que escuchar el pregón del costalero o la exaltación de la saeta. Y después el pregón general. Y después el domingo de ramos y visitar todas las iglesias, basílicas y capillas, para ver a todos los Cristos y todas las Vírgenes de Sevilla. Y siempre el olor a incienso que tenía cosido a la ropa como si tuviera colgado un botafumeiro del techo de su habitación. Todo lo aguanté porque me había hecho tilín. Y todas las pruebas las fui superando hasta la estampida de la madrugá. El muy sinvergüenza, cuando vio llegar la marea humana me soltó de la mano y me dejó desvalida e indefensa frente a la marabunta. Aquello, aparte del susto y del disgusto, me costó un esguince de tobillo. Desde entonces no lo he vuelto a ver. Él me llamó a los pocos días, pero yo me negué a contestar a sus llamadas. Una puede pasar por tener un novio capillita, pero tener un novio capillita, cobarde, desconsiderado y descortés, es mucho más de lo que mis sentimientos pueden llegar a soportar. Para un personaje así, me quedo con Harrison Ford, que por lo menos es guapo y valiente, aunque sea inalcanzable. Bueno, eso nunca se sabe.
Manuel Visglerio Romero - Abril 2011

martes, 20 de marzo de 2012

EL AUTOBÚS



Todavía no ha amanecido. Son las seis y media de la mañana. La cara de Lucía, hierática y dormida, se refleja en los cristales del autobús. Sobre el fondo negro de la madrugada, la luz apagada del autocar, convierte las lunas en espejos.
Además de Lucía, desperdigados por los asientos hay otros cuatro pasajeros;  tres mujeres y un hombre. A ella no le gusta sentarse en el asiento del pasillo porque cada vez que sube alguien tiene que andar moviéndose para no rozar su cara con los pasajeros. Pero eso ahora con la crisis hace tiempo que no ocurre. En menos de tres años el paro ha ido consumiendo el pasaje del autocar. A esta hora de la mañana el autobús rueda sobre el asfalto como si fuera un buque fantasma.       
Cuando se mira en la luna, Lucía se da cuenta de que a pesar de haber estado más de cinco minutos maquillándose, no ha logrado disimularse las ojeras. Cuando cobre la paga extra tiene que comprarse un estuche decente y alguna crema.
El autobús se detiene en la última parada antes de salir a la autopista. El chirrido de los frenos suena como un lamento. El conductor acciona una palanca y las puertas se abren acompañadas de un silbido que parece el resoplido de un enorme animal moribundo.
En la parada se suben un hombre mayor y una jovencita. A la jovencita Lucía no la conoce aunque su cara le resulta familiar. El hombre se llama Juan porque el conductor lo saluda cada mañana por ese nombre. Trabaja de guarda en un almacén o en algo parecido. El saludo de los dos hombres es toda la conversación que se escucha cada mañana. Los demás pasajeros actúan siempre como autómatas. Suben en silencio, pagan en silencio su billete y se acomodan callados en sus asientos. El guarda es el único pasajero que sale a esas horas del trabajo. Es el único que a esas horas no acaba de levantarse.
La chica joven viene envuelta en un abrigo de punto y tiene puestas unas mallas negras que no le favorecen en nada porque tiene un culo enorme. Lucía no se lo ve pero lo intuye bajo el tejido de punto del abrigo. Para ella está claro que algunos jóvenes no tienen ningún sentido del ridículo.
En el carril de incorporación a la autopista el conductor no frena y un Opel lo adelanta dando ráfagas y tocando insistentemente el claxon. El autobús le responde con la luz larga, y entonces el conductor del Opel saca el brazo y pone los cuernos. El conductor del autobús emite un gruñido. Algunas cabezas se asoman alertadas al pasillo mirando hacia adelante.
Cuando Lucía ha visto el coche se ha acordado de Paco. Él tiene un Opel como el que acaba de pasar al autobús. El color no sabe si es el mismo porque es de noche y de noche todos los coches son del mismo color.
Alguien comenta el gesto de los cuernos y Lucía vuelve a acordarse de Paco porque ese gesto es muy propio de él, pero ese gesto no lo ha hecho Paco porque Lucía acaba de dejarlo acostado roncando como un desesperado.
Cuando ha pensado en los ronquidos de Paco, Lucía se da cuenta de que nunca ha oído a nadie que ronque de la manera que lo hace su marido. Su padre y su hermano Martín roncaban pero no de la manera tan estruendosa de Paco. La verdad es que tampoco ha tenido a nadie tan cerca para escuchar sus ronquidos porque en su vida sólo se ha acostado con un hombre. A lo mejor si le hubiera puesto los cuernos a Paco podría decir otra cosa.
El conductor del autobús toca el claxon por alguna razón pero nadie se da cuenta del motivo. Adelanta a un camión cargado de tablones de madera y regresa al carril de la derecha. El conductor conecta la radio y se oye por los altavoces a alguien cantando una canción en inglés. El volumen de la música es muy bajo; casi no se escucha por culpa del motor. A Lucía le da igual el volumen porque de todas formas no entiende nada de inglés. Si Paco hubiera seguido con el inglés, Lucía está convencida de que no estaría parado y tirado todo el día en el sofá.
El autobús alcanza a un camión frigorífico. Por el tubo de escape va soltando un humo blanco denso y turbulento. Cuando el autobús lo pasa Lucía lee en la banda del camión que los pollos de Avicosa son los mejores del mundo. No sabe porqué, pero en ese momento se acuerda de Marta, la cuñada de su hermano Martín. Marta dice con una rotunda seguridad que su marido ronca más que Paco. Seguramente se ha acordado de Marta por una asociación de ideas entre el humo, el tabaco y los ronquidos.
Lucía no se explica cómo algunas personas pueden hablar con tanta seguridad de lo que no saben. Ni por qué los males de Marta y su familia tienen que ser peores que los del resto de la humanidad. Y entonces se dice a sí misma para convencerse que la cuñada de Martín no puede saber cómo ronca Paco porque no se acuesta con él todas las noches.
Cuando Lucía se da cuenta de sus pensamientos se estremece y presiente que Paco  puede haberse liado con la imbécil de Marta. Niega maquinalmente y contempla en la luna el balanceo de su cabeza. Lucía sabe que no es posible que Paco esté liado con Marta, porque la cuñada de Martín es muy escrupulosa y le dan asco los hombres que fuman y beben. Y Paco bebe y fuma. Fuma muchísimo y bebe demasiado, aunque él nunca lo reconoce. Ella sabe lo de los escrúpulos de Marta porque una vez le oyó decir que ella era más escrupulosa que nadie, aunque ahora no recuerda dónde ni cuándo.
El sonido de un móvil rescata a Lucía de los escrúpulos de Marta y hace que algunas cabezas vuelvan a asomarse alertadas al pasillo mirando hacia atrás. El móvil es de una mujer mayor que siempre se sienta en la parte trasera. La mujer se duerme apenas arranca el autobús y alguna vez Lucía ha tenido que despertarla al final del trayecto. Como estaba dormida le cuesta encontrar el móvil en el bolso. Cuando contesta lo hace en voz alta y todos se enteran de que a la señora no le agrada que la llame su hija a esas horas para preguntar por unas bragas negras. Lucía, sin decírselo, le da la razón a la mujer del móvil porque a ella le pasa lo mismo con su propia hija.
¡No saben dónde están las cosas porque no las buscan! Es lo que le diría a esa señora si la conociera de algo. Pero sólo la conoce del autobús y de haberla visto alguna vez en algún lugar del pueblo; seguramente en el supermercado o en el ambulatorio. En otro lugar es difícil haberla visto porque ella casi nunca sale de casa.  
Mientras Lucía está intentando recordar en qué lugar vio a esa mujer, el autobús sale de la autopista y se para en el primer semáforo que se encuentra a la entrada de la ciudad. A Lucía le parece mentira, pero todas las mañanas el autobús se para en el mismo semáforo. Al conductor parece que le da igual, pero Lucía piensa que si condujera Paco el autobús ya estaría blasfemando, porque Paco tiene muy poca paciencia.
Como algo instintivo, cuando el autobús reanuda la marcha, Lucía se inclina sobre el asiente contiguo y mira a través del pasillo la larga avenida de entrada salpicada a todo lo largo de luces rojas y verdes y de destellos de faros. La ciudad está empezando a despertarse y los coches le parecen a Lucía la marabunta de un gigantesco hormiguero.
El autobús vuelve a pararse en un semáforo. Lucía sabe, porque un día lo comentó el conductor lamentándose, que en la avenida si te encuentras el primer semáforo en rojo terminas parándote en casi todos. En el último semáforo antes de que el autobús gire a la izquierda y se encamine hacia la estación, un hombre negro con reflejos de luz verde, se agacha sobre una bolsa y saca entre las manos una pila de pañuelos de papel. A Lucía le dan pena los negros; pero eso no lo dice delante de Paco, porque Paco empieza a despotricar contra los negros y contra los moros, como si los negros y los moros tuvieran la culpa de que él esté todo el día tumbado en el sofá.  
El autobús entra en una rotonda y rodea una fuente desecada; gira a la izquierda y enfila hacia la embocadura de la estación que es un enorme portalón de madera abierto y un túnel oscuro. El portalón y el túnel son como la boca y las fauces de un monstruo devorador de autobuses. Al traspasar el pasadizo todos comienzan a levantarse de sus asientos antes de que el autobús llegue a su dársena. Es algo instintivo, siempre ocurre lo mismo, parece como si el pasaje huyera de una prisión ambulante. En el  andén, al ritmo de la hora punta, la gente se esquiva y se atropella por la prisa. Unos corren buscando su embarque y otros bajan de los autobuses con urgencia como si algo fuese a explotar a sus espaldas. Al fin los frenos del autobús de Lucía chillan anunciando la llegada y se oye el resoplido de las puertas al abrirse como si el autobús suspirara vencido por la fatiga. El aire es frio y el paisaje denso a causa del humo de los tubos de escape. Lucía camina por el andén hacia la salida. Otro día amanece.
Manuel Visglerio Romero - Febrero 2012