Como todos los años, cuando apenas llevaban dos meses de
clase, Curro y Juan, los hijos mayores del “Pato”, tuvieron que dejar la
escuela de Marismas para ir con su padre al verdeo. Ellos no eran los únicos,
casi la mitad de sus compañeros se veían obligados a hacerlo cada otoño, aunque
muchos volvían a las aulas cuando acababa la recolección de la aceituna.
Currito era el mayor de seis hermanos y acababa de cumplir
catorce años. Eran tres varones y tres hembras. La madre era tan prolífica y el
padre tan fogoso que entre los hermanos y las hermanas apenas se llevaban la
cuarentena. Once partos tuvo la pobre mujer, aunque cinco de sus hijos no
llegaron a cumplir el año. A esta desgracia se debía la diferencia de edad
entre Currito y sus hermanos. Currito le llevaba a Juan, el segundo de la
prole, cuatro años de edad; a María ocho, a Fernando nueve, Rafael tenía tres
años, y Anita y Josefina, que eran mellizas, apenas tenían dieciocho meses.
Aunque José Sánchez “el Pato”, era un hombre trabajador,
los dineros que ganaba un jornalero, no daban para llenar las bocas de sus
hijos, su mujer, y su madre que vivía con ellos; porque “el Pato”, trabajar,
trabajar, lo que se dice trabajar, trabajaba poco. Entre los escasos jornales
que daba la tierra de Marismas, y las muchas manos que había para llevárselos,
los trabajadores del campo trabajaban poco y vivían peor; salvo algunos
pequeños manchoneros de la campiña que hacían de propietarios en sus pequeños
terrenos y de asalariados en los ajenos, y que
con un poco de un lado y otro poco del otro, llevaban una vida medianamente
digna.
La vendimia, la poda, el verdeo, la tala, la siega, la
trilla y poco más, cubrían cuatro meses de jornales en el año, si el año venía
bueno; porque si el año era de lluvias o de heladas y los manchoneros se
quedaban sin cosecha, entonces los capataces de las fincas grandes subastaban
los jornales en los “Cuatro Vientos”. Los “Cuatro Vientos” era un cruce situado
en la entrada del pueblo, en la confluencia del camino de Sevilla con una de
las veredas que llevaban a la marisma. En los “Cuatro Vientos”, los años malos,
primero tenían trabajo los más largos, que eran los que se aseguraban el
jornal, el resto se vendía casi como esclavos, por la comida y cuatro
miserables perras.
Los años de bonanza el personal no daba a basto. Como los manchoneros trabajaban en lo
suyo, la mano de obra del pueblo no era suficiente para cubrir las peonadas.
Venían entonces cuadrillas de otros lugares que paraban en los cortijos cuando
estaban alejados del pueblo, o debajo de chamizos que fabricaban en los propios
tajos para no dormir a la intemperie.
Aquel año vino bueno, y como faltaban manos en el campo,
“el Pato” se llevó por delante a sus hijos mayores, que aunque no podían
subirse y bajarse a una escalera con un macaco colgado, si podían varear,
rastrear el suelo o manejar una espuerta llena de aceitunas hasta llevarla a
los carros. No ganaban entre los dos un jornal completo, pero ayudaban a llenar
la faltriquera para pasar el invierno.
El “Pato” vivía con su familia en una choza que construyó
su padre en el Cerro de la Horca. La toponimia del lugar la investigó en su día
Don Rufino, el maestro, y aseguraba a todo aquel que lo quería oír que aunque
por aquellas fechas en el cerro no había ningún patíbulo, según las actas
capitulares de Marismas hacía más de un siglo, se consignaron unos dineros para
mantener allí un cadalso. Como el lugar tenía poco interés agrícola y además
cuando llegaban las inundaciones el Cerro pasaba muchos días convertido
en una isla, no es extrañar que terminaran
viviendo en él las familias más pobres y miserables de toda la población.
La choza del “Pato” era de las pocas entre las diez que
había en el Cerro que tenía paredes de tapial y techumbre de pasto; el resto de
las chozas eran todas completamente de paja y de forraje. En invierno, cuando
llovía se mojaban como una canasta, y cuando apretaba el sol en el verano
aguantaban la flama como buenamente podían. La choza del “Pato” era de las más
grandes, medía casi diez varas de largo por casi cinco de ancho. En el hastial
que daba hacia el norte, que era entero de mampostería, se situaba un tiro de
chimenea y a sus pies unas trébedes con una olla renegrida que hacía las veces de
cocina cuando había algo que comer, y que por el invierno hacia funciones de
estufa. En el centro de la nave, clavados en el suelo de tierra apisonada,
emergían dos pilares de eucalipto, que eran los que sustentaban, junto con una
viga horizontal todo el peso de la techumbre: un entramado de ramas y de
rollizos de distintas maderas que servían de soporte a la cubierta de paja.
Como las paredes de la choza eran tan endebles tenían sólo dos ventanucos
abiertos, tan ridículos, que apenas conseguían dar entrada en el verano al
viento de la tarde, que allí llamaban la marea por venir del mar. Una sábana
hacia de tabique divisorio entre el camastro del “Pato” y su parienta y los
colchones de hojas de maíz tumbados en esteras donde dormían sus hijos y la
abuela. Un baúl para la poca ropa que tenían, unas sillas de enea medio
desvencijadas, y una tabla y dos borriquetas para poner la mesa, era el humilde
ajuar de la cabaña del “Pato”.
La familia de José Sánchez, como otras del lugar, pese a su
miseria, era una de las familias de más solera de Marismas. Sus antepasados,
según había oído hablar el “Pato” a su padre y a su abuelo, fueron de los
primeros pioneros que colonizaron aquellas tierras. Y como contaba José a sus
hijos, con pesar y con nostalgia, en un tiempo tuvieron tierras y una casa. La
casa de los Sánchez estaba en una de las mejores calles del pueblo, y cada vez
que el “Pato” pasaba delante de ella, su visión le hería el orgullo y le hacía maldecir al
destino por haber condenado a su estirpe a cambiar la calle del Buen Aire por
el Cerro de la Horca.
Por una mala cosecha, su padre Francisco Sánchez, alias
“Curro el Pato”, perdió las tierras y tuvo que malvenderlas para pagar las
simientes que compraba fiadas a Juan “Gramo”, el dueño de la única tienda de comestibles
del pueblo. El “Gramo” que trataba casi todo el cereal que se criaba en
Marismas, lo vendía a cuenta de las cosechas. Era largo para vender, pero
haciendo honor a su apodo, más corto era para cobrar, y cuando se trataba de
cobrar no tenía compasión; o cobraba o cerraba al moroso la abacería.
Con los dineros que le sobraron de la venta del manchón,
Curro el “Pato” aguantó unos años. Empezó a emplearse como jornalero, pero como
el jornal no daba para mantener la casa, terminó por comerse los réditos del
manchón, y por pedir prestado con la garantía de su casa. Justo antes de nacer
su único hijo José, Curro el “Pato”, vendió la casa de la calle del Buen Aire
para hacer frente a las trampas. Pago
las deudas, compró un cacho de tierra en el Cerro de la Horca, y con la ayuda
de su cuñado levantó una choza. La vida le había jugado una mala pasada, pero
lo peor de todo para él no fue tener que vender la casa que heredó de su padre,
lo verdaderamente humillante para su orgullo fue tener que ver a su mujer
Anita, adentrarse con el hijo en los brazos en las tinieblas de la pobreza.
Desde aquel día su vida cambió por completo, siguió
trabajando cuando hubo trabajo, pero en los largos días y meses de paro, acabó
refugiándose en la taberna de Paco el “Ligero”. Entre copa y copa quiso ahogar
las penas, sin darse cuenta que mientras sus penas nadaban en el mosto, su vida
se arruinaba para siempre. Lo que empezó siendo una visita a la taberna para
acompañar a un amigo en los días sin faena, concluyó siendo la rutina de todos
sus días. Lo poco que ganaba cuando estaba fresco se lo gastaba en vino, y los
pocos platos que acabó comiendo, fueron de la pobre olla de su cuñado, que se
los daba a su hermana y a su sobrino para que no se muriesen de hambre, o de la
caridad ajena que su mujer recibía de la parroquia.
Cuando José empezó a tener edad de darse cuenta de lo que
era el hambre, y a enterarse de lo poco o nada que su progenitor hacía por
remediarlo, más de una vez clamó a su madre para que dejara de dar dinero al padre
de lo poquito que ganaba fregando suelos o zurciendo ropas.
Anita quería a Curro más de lo que su hijo pudiera jamás
llegar a intuir. Se enamoró de él apenas cumplió los dieciséis años, el día que
regresó al pueblo después de servir al rey como recluta. Antes nunca lo echo a
ver, aunque lo veía de vez en cuando, cuando venía con permisos desde la
capital donde servía en el cuartel de intendencia, porque la poca edad todavía
no le había abierto los ojos para ese tipo de miradas.
Ella siempre intentaba buscar una justificación para darle
a su hijo. Que si no había trabajo, que si la mala suerte, que si las malas
compañías. Y aunque sabía que su Paco no tenía solución, le cegaba el cariño y
se engañaba a sí misma esperando un milagro que por más que imploraba nunca
aparecía.
Con apenas cuarenta años Francisco Sánchez “el Pato”,
abandonó este mundo, dejó libre un banco en la taberna de Paco “el
Ligero”, un hueco en una choza del Cerro
de la Horca y un vacio en el alma de Anita, su mujer, que difícilmente llenarían
ni el tiempo, ni el amor de un hijo de apenas dieciséis años. Manuel Visglerio Romero - Mayo 2012