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martes, 17 de julio de 2012

FRASQUITO


      Frasquito tenía el estómago encurtido por los lingotazos de mosto peleón que llevaba años propinándose. Y nunca mejor dicho lo de propinarse, porque Frasquito se sufragaba las borracheras en la taberna del “Ligero”, con las cuatro propinas que sacaba haciendo recados por el pueblo. Le acompañaba siempre un perrillo faldero que apenas levantaba un palmo del suelo al que le había puesto el nombre de “monstruo” para compensar su poco tamaño.
          A “Tijeritas”, el barbero, le traía todas las mañanas el agua fresca del pozo del Barrio Dulce y le encendía el infernillo para calentarla antes de rapar a la clientela. A Curro el “Puya”, el picador, le llevaba a primera hora, desde el estanco, los cinco puros que se fumaba cada día fardando como un señorito en la Maestranza; y a su hermana Dolores le iba a la tienda de Juan “Gramo” a recoger los “mandaos” justo antes de que en el reloj de la Plaza dieran las doce, que era la hora en la que Frasquito hacía su entrada en la taberna de Paco el “Ligero”, con el mismo saludo de siempre:

                - ¡A los buenos días y a los buenos mostos!

             A partir de ese momento Frasquito se sentaba en el mismo taburete de la misma mesa de la taberna y empezaba a beber “medioslitros” hasta que se le calentaba la boca; aunque cada vez bebía menos cañas de mosto porque cada vez necesitaba menos cantidad de alcohol para arrancarse por bulerías, que era el momento fatídico en el que Paco el “Ligero”, lo mandaba a su casa a dormir la mona. Entonces el “monstruo” salía de la taberna y le servía de guía hasta que entraba por las puertas de la casa de su hermana Dolores. Cuando el perrillo se adelantaba más de la cuenta, porque Frasquito pegaba una “camballá”, le gritaba desde lejos:

- ¡Monstruo, no huyas cobarde!

La rutina etílica de Frasquito se alteró un mal día en que los mecenas de sus cogorzas cayeron postrados a un tiempo en el lecho del dolor. Al “Puya” lo ingresaron una tarde de domingo después de pegar un costalazo sobre el albero de la plaza de Utrera, mientras pegaba un puyazo antológico a un miura negro zaino y corniveleto, con la mala suerte, de que trastabillara el caballo y le cayera encima dejándolo para el arrastre. El “Tijeritas” tuvo que cerrar la barbería por una fiebre de malta que le insufló en el cuerpo un queso de cabra que trocó a un buhonero por un corte de pelo. Por mor de la fiebre de malta del mercachifle y la costalada del subalterno Frasquito se quedó sin cuartos y lo poco que bebió, a partir de aquel día, lo hizo a costa de lo poco que le aviaba su hermana Dolores.
Como la convalecencia de los padrinos duró más de lo que Frasco hubiera deseado y la asignación de la hermana alcanzó para poco, de cada tres lingotazos que Frasco se daba en la taberna, dos terminaron siendo fiados. Y con esas de pagar una copa y deber dos, a los pocos días se le acabó el crédito en la taberna de Paco. Incluso en la tienda de Juan “Gramo” dejaron de darle los recados de Dolores, el día en que se tragó de una sentada el vino de las comidas. A partir de entonces, perdió la confianza de su hermana, y terminó vagando por las calles de Marismas acompañado del perrillo y sumido en la desesperación de la abstinencia. Hasta la noche que cruzó la puerta de la sacristía de la parroquia cuando salió el sochantre. Camuflado en la oscuridad, con los reflejos de la luna que entraban por las ventanas, consiguió llegar al armario del vino de la consagración y como siguiendo la liturgia, Frasquito hizo en el aire con la mano la señal de la cruz y con parsimonia y delectación se tragó sin respirar el vino de la eucaristía. El medio litro de vino le atemperó el ánimo y le despejó la mente en la que se le iluminó de repente la luz de una idea. Entró en la iglesia, cruzó el presbiterio y se dirigió con diligencia al cepillo de la Patrona; sacó la navaja y sin saber cómo, a las primeras de cambio, consiguió abrir la cerradura. En el fondo de la cajita de madera apenas habría diez monedas que Frasco puso a buen recaudo antes de dirigirse al reclinatorio de los Urrutia que presidía la capilla principal. Se arrodilló y juntando las manos empezó a rezar una plegaria a la Virgen. Cuando terminó levantó el semblante y le dijo a la Patrona: 

- Virgencita, gracias por el vino. Lo del cepillo es un préstamo. Los padrenuestros son por la salud del “Puya” y del “Tijeritas”; cuanto antes los cures antes te devolveré el dinero. Amén.

Manuel Visglerio Romero - Junio 2012

jueves, 5 de julio de 2012

LA MARTA


A Diego la “Marta” lo encontraron una tarde, a las pocas semanas del alzamiento, tirado en un arroyo a las afueras de Marismas con la cabeza sumergida en el agua turbia de la orilla. Su hermana Esperanza y unos cuantos amigos, habían estado buscándolo durante días sin dar con su paradero. Lo encontró un vaquero mientras pastoreaba vacas junto al arroyo.
Cuando llegaron los civiles y sacaron su rostro del agua, parecía otra persona; tenía el semblante blanco como la porcelana y estaba completamente desfigurado a resultas de la paliza que le habían propinado. Los dos números tomaron el cuerpo de Diego del suelo y lo pusieron a lomos de una mula vieja. Uno de los guardias, mientras tapaba el cadáver con una manta y fustigaba al animal para iniciar la marcha de regreso hacia el pueblo, se dirigió con chulería a los cuatro curiosos que había junto al arroyo: ¿qué pasa, que no habéis visto nunca a un maricón muerto?
Diego la “Marta” había vivido toda su vida en una de las chozas del Cerro de la Horca, una especie de aldea de cabañas miserables separada del pueblo por un camino de arrecife, hasta que con el paso de los años consiguió ahorrar lo suficiente para comprarse una casita en las afueras del villorrio. Los precios de las casas seguían marcando los límites de la penuria; el que conseguía salir del Cerro, a lo más que llegaba era al arrabal de Marismas, de tal manera que el paso entre la miseria y la pobreza se limitaba al cruce de un camino.
Diego Ramírez, la “Marta”, nació en 1900. Iba como decía él, con el siglo. Su padre, Francisco el  “Talega”, era uno más de los desheredados que no tenían más propiedades que la ropa que vestían y una choza que daba cobijo a su familia. Diego le tenía desde siempre un cariño especial a su madre, Consuelo y a su única hermana Esperanza, cuatro o cinco años mayor que él. Con su padre no se llevaba ni bien ni mal porque simplemente no se trataban.
Desde muy niño y a medida que crecía, la madre de Diego se fue dando cuenta de que su hijo era diferente. Su cuerpo frágil y esbelto, y los ademanes femeninos que poco a poco iba mostrando con total naturalidad, confirmaron a la madre los peores presagios para su hijo. Su vida, si Dios no lo remediaba, iba a ser una lucha permanente, no sólo contra las privaciones, sino también contra lo más cruel de la condición humana. Mientras no tuvo edad, su mundo fue el que le fabricaron su madre y su hermana cada día. Él no fue consciente de su diferencia hasta que no empezó a ir a la escuela. Los primeros días, los pasó felizmente en la clase de párvulos de Don Augusto Moraleda, porque era un niño despierto y con ganas de aprender. El problema comenzó para él, cuando un rebaño de mayores del aula de Don Práxedes, el director del colegio, se dio cuenta del peculiar comportamiento de Dieguito, de su forma particular de correr y de saltar y del movimiento acompasado de sus manos. A partir de aquel momento empezó su calvario. A los insultos del rebaño, como si de un juego se tratara, se añadieron los de los más pequeños que repetían como loros lo que escuchaban sin saber siquiera el alcance de la algarabía. El pobre Diego atosigado hasta la histeria, recurría a Don Augusto, pero las palabras de amonestación del maestro de nada sirvieron, hasta que el pobre niño recurrió a Don Práxedes. A la mañana siguiente, al entrar al colegio, el director reunió en el patio a toda la clase bajo un frio helador, y les largó un discurso de más de media hora sobre las virtudes morales y la urbanidad. Desde entonces la vida de Diego dentro de la escuela cambió por completo hasta el día en que decidió dejar de aprender. El rebaño, se tragó el discurso y acepto la autoridad del director dentro de las paredes del colegio, pero se vengó del chivato puertas afuera. Tal fue la presión a la que estuvo sometido Diego, que durante una temporada se encerró en la choza y sólo salía para ir a la escuela. Eran los dos únicos lugares en los que encontraba seguridad. A la presión de los niñatos, se unía la de su padre. El “Talega” discutía con su mujer un día sí y otro también sobre como trataban al hijo. Delante del niño, el “Talega” le reprochó más de una vez a Consuelo que estaba educando a Diego como si fuera una niña, y que al paso que iba terminaría por criar un maricón en lugar de un hombre con dos cojones como eran su padre y todos sus parientes. Una tarde el “Talega” lo mandó a comprar tabaco y como Diego, dominado por el miedo a encontrarse con la cuadrilla escolar, se negó en redondo a cumplir las órdenes de su padre; un segundo no fue suficiente para que el “Talega” se sacara la correa y pusiera en práctica sobre la espalda del pobre desdichado la terapia que venía anunciando a su mujer desde el momento que creyó ver que su hijo maleaba.
Con el paso del tiempo, Diego y el “Talega” se fueron distanciando; Diego dejó de hablarle y empezó a actuar como si el “Talega” nunca hubiera existido; el silencio fue la coraza que detuvo el desprecio y las palizas de su padre, pero contra el acoso de sus compañeros y del resto del pueblo se dio cuenta de que no podría hacer nada. Las burlas, los insultos y las humillaciones se convirtieron en una costumbre. Al final, para seguir viviendo con cierta dignidad, sin sentirse permanentemente vigilado y acosado, terminó por hacer lo que hacían la mayoría de los que se encontraban en su pellejo, seguirle la corriente al personal. A partir de entonces comenzó a representar el papel que una parte de Marismas le había otorgado. Se convirtió en una caricatura de sí  mismo. Y se creó su propio personaje, el de un mariquita ordinario, simpático, deslenguado y respondón, que a todos divertía, y al que utilizó con el paso de los años para vengarse de algunos de sus acosadores dejándolos en ridículo, riéndose de ellos o levantándoles alguna calumnia delante de la gente en el momento más inoportuno.
Diego dejó la escuela con apenas quince años y se fue a trabajar con su hermana Esperanza, que llevaba años pintando casas en el pueblo. Se dedicó a partir de entonces a pintar paredes al tiempo que en la cabeza iba pintando ilusiones de una vida mejor. Fue en estos años cuando nació el apodo de la “Marta”. Se lo puso a Diego, Doña Maruja, la señora de Don Manuel Urrutia, el propietario con más tierras de todos los contornos. Durante unos días de primavera, Diego y su hermana estuvieron pintando en Sevilla en la casa de unos primos de Don Manuel, adonde habían ido recomendados por Doña Maruja. Cuando regresaron al pueblo la señora los mandó llamar para enterarse de la estancia en Sevilla. Diego que llevaba la voz cantante y que no dejaba nunca hablar a su hermana, no paró de realzar la finura de la prima de Don Manuel. Una señora que parecía una marquesa por las ropas tan elegantes y relucientes que siempre llevaba, por las visitas que recibía y por las salidas que hacía casi a diario. Incluso el último día según relató Diego, la señora fue al teatro acompañada de una amiga de nombre muy rimbombante. Y estaba tan seguro porque escuchó desde el patio como la señora le decía a su doncella, que esa noche iría al teatro con la marta cibelina. Nada más escuchar la dueña de la casa las últimas palabras de Diego, lo calló, y delante de todos los que estaban presentes le dijo:
-¡Ay, Diego! ¡Ay, Diego! Tú sí que eres una marta cibelina. ¡Pero hombre, si la  marta es un abrigo!, - a partir de aquel día, Diego Ramírez pasó a la historia y nació a partir de entonces, y para siempre, Diego la “Marta”.
Cuando su hermana Esperanza se casó con un peón caminero y se fue del pueblo con su marido buscando nuevos caminos, Diego la “Marta” siguió recogiendo calzos y encalando tapias. Tenía su clientela entre lo más estirado de Marismas, aunque la mayor parte del año lo dedicaba a trajinar entre el cortijo y la casa grande de los Urrutia. Unas veces lo llamaba Doña Maruja para lavarle la cara a los caserones y otras lo hacía llamar Don Manuel para que divirtiera con sus coplas y con sus chistes salidos de tono, las comilonas que montaba cada vez que se terciaba y a la que invitaba al alcalde, al boticario, al médico y a un surtido grupo de pelotas que acudían a alabarle las virtudes al señor, a comer de balde y a trasegar por la cara todas las copas a que hubiere lugar.
Cuando llegó la República, la rutina de Don Manuel Urrutia se mantuvo, aunque con más discreción; con el nuevo alcalde ya no pudo contar porque era del partido radical, y con algunos pelotas tampoco porque se habían convertido en republicanos de toda la vida. La “Marta” era de los que acudía siempre a la llamada del potentado para rellenar como un bufón sus horas de rutina, porque para él y para muchos marismeños la pobreza no era compatible con la dignidad.
Durante los años de la República, la agitación social y las huelgas en el campo fueron en Marismas igual de habituales que en otros muchos pueblos de Andalucía. A medida que pasaban los días y los meses, para Diego resultaba más difícil mantener la lealtad pagada por los Urrutia. Cada vez que salía de su casa camino a la casa grande y se encontraba con algún piquete, volvían sus fantasmas escolares, aunque ahora venían acompañados de miradas de odio, de reproches de clase y de amenazas de muerte.
El alzamiento se impuso en Marismas en los primeros días. Un destacamento de regulares al mando de un capitán se encargó de que así fuera. La guerra pasó de largo por los arrabales, pero se quedaron entre las callejuelas la represión y la venganza. Del orden se encargaron el cabo de la guardia civil y el antiguo alcalde. En pocas semanas, el pueblo volvió a ser lo que siempre había sido, y la vida de Diego la “Marta” retornó a sus rutinas, a sus cales y a sus brochas. Hasta que una mañana no volvió al trabajo en la casa grande de los Urrutia. Don Manuel mandó a buscarlo. Como no estaba en su casa, mandó llamar a su hermana por si sabía de él. Nadie lo había visto. Nadie sabía por qué se había marchado. Pasaron dos días y no se supo nada; entre la gente del pueblo empezaron los rumores: ¡se ha pasado a los rojos! – decían unos; ¡lo han secuestrado los guerrilleros en la marisma! – decían otros; ¡se ha fugado con un amante! – decían los de siempre; ¡se ha ido a América a hacer fortuna! – decían los que le tenían aprecio. Y así, entre buenos deseos y malos augurios pasaron los días de ausencia de Diego la “Marta”, hasta que una tarde llegó al cuartelillo de los civiles un vaquero de la marisma con el aviso de que había un muerto en la orilla del arroyo Salado, muy cerca de Marismas.
Manuel Visglerio Romero - Diciembre 2.010