Una de las personas más extrañas que jamás he conocido es
mi compañera Celeste Valdemar. Pensarás que el nombre me lo acabo de inventar
porque crees que nadie tiene ese nombre y menos acompañado de ese apellido.
Pero te aseguro que el nombre es real y el apellido también. Yo no conocí al
padre de Celeste, pero por la historia que me contó su hija, parece que le puso
el nombre en recuerdo de la primera vez que vio a su madre mientras pintaba una
marina en la orilla de la playa. En aquel preciso instante mientras su madre
pasaba delante del caballete él usaba el color celeste. Con este antecedente no
es extraño que la hija haya heredado de su padre las rarezas.
Te he dicho que Celeste es mi compañera, aunque tendría
que haberte dicho que fue mi compañera, porque hace ya más de diez años que se fue
y dejó el trabajo. Lo que pasó antes de su marcha fue antológico, ya te
contaré. Incluso lo de compañera es un decir, porque en el trabajo pasaba por
etapas en las que no conocía a nadie y le molestaba incluso que le dieras los
buenos días, y por otras en las que sería capaz de hipotecar su casa para
ayudarte a pagar las letras de tu coche. Yo no sé cómo llaman los psicólogos a
ese comportamiento, creo que es un trastorno bipolar o algo parecido. Aunque
conociéndola, supongo que no es algo patológico, simplemente Celeste es así.
Son sus manías; como vestir siempre de celeste. Celeste es normal a su manera.
En
una época le dio por las piedras y las energías cósmicas y de cuando en cuando
le daban ataques de claustrofobia y se iba del trabajo sin decir nada a nadie o
se llevaba días sin venir porque una conjunción planetaria le impedía salir a
la calle. Recuerdo que una de las veces que regresó al trabajo se sentó en su
escritorio y con cara de circunstancias me dijo con voz grave: la vida sería
maravillosa si no fuese por las personas.
En
otra época, recuerdo que se obsesionó por los números y la astrología y se pasó
meses de fiebre pitagórica, asignándole números a todos en la oficina. Cada
número llevaba aparejado unos rasgos personales y unas cualidades positivas y negativas.
Había números afines entre sí y otros, según ella, absolutamente incompatibles.
A mí me asignó el número dos, que por lo visto es de lo mejorcito, aunque yo no
me enteré muy bien de la numerología celestial. Sí recuerdo que ella era el
número siete y necesitaba para su plenitud encontrar el número cinco.
La
última extravagancia que presencié de Celeste sucedió precisamente cuando
encontró a su número cinco. Fue una mañana de primavera poco antes de que
desapareciera definitivamente del trabajo y, desde entonces, de mi vida. Celeste
y yo trabajábamos en un edificio de oficinas. Un coloso de más de treinta
plantas cerrado por enormes cristaleras de vidrios ahumados. La cafetería
estaba en la planta baja. Era una enorme sala repleta de sillas y mesas entre
la cristalera del edificio y una barra larguísima llena de camareros por dentro
y de taburetes giratorios por fuera. Cada mañana en el intervalo de una hora,
los camareros, a un ritmo frenético, servían más de mil servicios de casi mil
maneras diferentes.
Celeste era de las últimas del departamento en bajar a la
cafetería porque le gustaba desayunar sola. Cuando llegaba quedaban muchas
mesas vacías y casi siempre se sentaba en una mesa para tres adosada a la
cristalera. Le gustaba el sitio porque al tiempo que comía podía ver los
jardines del exterior; los árboles, el césped y sobre todo los pajaritos. Era el
único momento, según decía, en el que podía ver algo más que un techo bajo, una
mampara ciega y la pantalla de un ordenador;
y cada vez que tenía la suerte de ver volar a algún pájaro entre los
árboles, se convencía a sí misma de que tenía que salir de allí antes de que el
coloso de cristal le consumiera el alma.
Aquella mañana yo la acompañé a desayunar y cuando se
dirigió a su mesa preferida con la bandeja entre las manos se percató de que en
el asiento vacío había una carpeta azul con cierres de goma, que con toda
seguridad, alguien había dejado olvidada. La cogió en la mano y la alzó por si
alguien la reclamaba. Como nadie pareció interesarse por ella, la dejó junto a
un asiento que quedó vacío entre las dos. Pensamos que seguramente antes de que
termináramos el desayuno el dueño vendría a recogerla. Pero no fue así. Le dije
entonces que lo mejor sería dejarla en la barra por si alguien venía
preguntando por ella, pero Celeste se empeñó en abrirla por si podíamos
encontrar algo relacionado con su propietario. Recuerdo que le sentencié que
fisgonear en los papeles de los demás sin permiso era una falta de educación.
Pero Celeste me respondió que si la carpeta había llegado a sus manos no podía
contradecir al destino y que, además, si abría la carpeta y se saltaba la norma
a lo mejor le resolvía un problema a su dueño. Discutimos, pero al final abrió
la carpeta y al abrirla se desencadenaron los minutos más frenéticos que he
vivido nunca.
En
el interior de la carpeta no había ningún documento personal, ningún escrito
con membretes o firmas que a simple vista indicara algo sobre el propietario; sólo
había un folio escrito con un escueto mensaje: “Mi vida ya no tiene sentido. El
cosmos se ha conjurado contra los débiles. Si no vienes tendré que partir”. Cuando
las dos leímos el mensaje, Celeste dijo: “Es él, tengo que encontrarlo antes de
que se suicide”. A partir de aquel momento de nada sirvieron mis razonamientos
sobre que nadie deja una carta de despedida en la cafetería de un edificio de
oficinas en el que trabajan más de mil personas; sobre que seguramente sería
una broma de mal gusto; o que no tenía sentido no poner un destinatario en la
carta de un suicida.
De
nada sirvió que le dijera que entregara la carta a los de seguridad o que
llamara a la policía. Ella, y yo detrás de ella, empezamos un maratón desde los
cuartos de caldera del sótano hasta las azoteas, entrando planta por planta en
todas las dependencias, los cuartos de instalaciones, los aseos... Y por más
que le decía que era imposible encontrar a una persona en un edificio tan
grande buscando sólo en los lugares comunes, ella seguía su búsqueda. Y cuando
le planteaba la posibilidad de que podía estar en cualquier despacho, ella
siempre contestaba: “Me está esperando”.
Después de más de una hora de abrir puertas y de subir
escaleras, lo encontramos en un almacén junto al cuarto de máquinas del
ascensor, sentado sobre una mesa en la posición de loto, vestido con una túnica
de color azafrán, con una cuerda atada al cuello y a una tubería
contraincendios. Cuando entramos en la habitación, abrió los ojos, deshizo el
nudo de su garganta y le dijo a Celeste mirándola a los ojos, como si sólo
ellos dos estuvieran en el mundo: “Gracias amor, sabía que vendrías”. Después
de aquel encuentro no he vuelto a ver a Celeste Valdemar.
Manuel Visglerio Romero - Abril 2012
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