La
respuesta de los partidos hegemónicos del nuevo “turno” ante este retraimiento
no ha sido, en todos estos años, la regeneración y actualización de su funcionamiento
interno y de su ideología, sino que, al contrario, se han dedicado a practicar
la táctica del “y tú más” y han acabado por acomodar su acción política al
dictado de las encuestas y de la opinión pública, convirtiéndose en simples
partidos acaparadores de votos.
Otra
consecuencia de este alejamiento ha sido una participación de los ciudadanos en
política cada vez menor y, por consiguiente, una disminución de la militancia
activa. La reacción de los aparatos ante este desapego, no ha sido democratizar
sus estructuras internas sino utilizar la función pública como un reclamo: tú
te apuntas al partido o bienes en mis listas y yo te hago funcionario; un
inmoral “quid pro quo” que ha llenado las administraciones de afines al “turno”.
La gente que acude a lo público por esta vía no lo hace por vocación de servicio,
sino que lo hace por un puro interés personal.
Un
poder judicial “domesticado” que ampara y garantiza la legalidad de las
decisiones de la “partitocracia”, es el principal instrumento para la
conformación de esta nueva oligarquía de “funcionarios sin carrera”, además de
un poder legislativo que permite atajos y no diseña una precisa y clara legislación
de la administración pública que establezca con rotundidad sus competencias,
sus escalas, sus criterios de promoción y, sobre todo, la forma de acceder a
ella.
Durante todos estos años,
el acceso a la función pública controlado por los partidos, creando
administraciones paralelas o abusando de las interinidades y los concursos
“amañados”, a pesar de que el estatuto básico del empleado público establece el
derecho de todos los ciudadanos a incorporarse a la función pública de acuerdo
con los principios constitucionales de igualdad, mérito y capacidad, ha
alimentado una red clientelar en todos los niveles de la administración. Red
que explica muchas veces ciertas pasiones partidistas en relación al poder ya
que, como decía la premio nobel birmana Sam Suu Kyi, “el poder no corrompe, lo
que corrompe es el miedo a perder el poder”, sobre todo cuando se vive de y gracias
a él.
Esta corrupción
“legalizada” o al menos tolerada es la que, a mi juicio, hay que atajar, entre
otras muchas, para empezar a recuperar la confianza en la política y en los
partidos. El camino de la regeneración comienza por limitar la capacidad de los
partidos para influir en la estructura misma de la administración. Y, desde
luego, la regeneración democrática que devuelva la confianza en nuestro sistema
político, pasa por profesionalizar la función pública apartando de ella a
tantos y tantos advenedizos que saltan de cargo en cargo sin importar la
especialidad ni la responsabilidad del puesto, aupados a él sólo por su carnet
del partido. Hasta que en este país no exista una verdadera carrera de lo
público y un auxiliar tenga garantizado el derecho y la seguridad de poder
llegar mediante sus méritos y su formación hasta director general sin que nadie
lo nombre a dedo, no habremos empezado a recorrer el camino 2.5.2016).