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martes, 5 de marzo de 2013

TENEMOS QUE RESUCITAR A MONTESQUIEU



A Alfonso Guerra debemos la frase ‘Montesquieu ha muerto’. La pronunció al hilo de las críticas a la reforma legal realizada por el partido socialista para la elección de los miembros de Consejo General del Poder Judicial. Fue en los años ochenta, estrenada apenas la primera mayoría absoluta de Felipe González. La separación de poderes, después de la reforma por la que las Cortes elegían a la totalidad de los miembros del CGPJ, quedó si no muerta por lo menos en estado catatónico. El poder judicial a partir de entonces quedaba sometido al poder legislativo y en último término al albur de las mayorías parlamentarias.
El argumento Guerrista para la reforma legal se sustentó en el objetivo primordial de acabar con el corporativismo de unos jueces y magistrados provenientes del régimen franquista. La legitimidad de la decisión (artículo 122.3 de la Constitución) fue y es  incuestionable, aunque la autoridad moral argüida para su iniciativa, basada en la mayoría absoluta que el pueblo otorgó al PSOE, resultaba un poco trasnochada y con tintes más bolcheviques que democráticos, ya que las mayorías absolutas no garantizan la razón absoluta y de ello hemos tenido suficientes ejemplos en la historia.
Esta democrática “arbitrariedad” permanece desde entonces en vigor con una alteración introducida en el año 2001 durante el mandato de José María Aznar. A pesar de la modificación, siguen siendo los partidos y sus cuotas los que eligen en último término a los miembros del CGPJ, ya que aunque a las asociaciones profesionales de jueces y magistrados se les dio participación por parte del gobierno conservador, sólo se les otorgó el derecho a proponer una lista de treinta y seis candidatos, no el derecho de elección. Este sistema de conformación del órgano de gobierno del poder judicial, incluso de la elección de los magistrados del Tribunal Constitucional, ha dado pie, con el tiempo, a un nuevo corporativismo, el corporativismo de los partidos: la partitocracia.
Las cuotas de control del poder ejecutivo sobre el poder judicial, y un sinnúmero de modificaciones e interpretaciones legales espurias, han contribuido a transformar nuestra democracia en algo cada vez más parecido al “turno” de la plutocracia del siglo XIX.
La partitocracia ha sido el fruto de un progresivo alejamiento de los ciudadanos de la política y de los partidos. El espíritu de la transición en la que se produjo una masiva participación política sobre la base de que la democracia y la libertad podrían cambiarlo todo, ha ido decayendo al ritmo de los propios cambios y del anquilosamiento de las estructuras de los partidos políticos y de los continuos casos de corrupción. La reacción de los partidos hegemónicos del nuevo “turno” ante este detraimiento, no ha sido durante este periodo una regeneración y actualización de la propia ideología para recuperar la confianza, antes al contrario, empezaron a practicar la táctica del “y tú más” y han terminado por acomodar su acción política al dictado de las encuestas y de la opinión pública; se han convertido en partidos acaparadores de votos (crash old party), en los que las diferencias de programas son cada vez menos apreciables y en los que las voces críticas internas han sido condenadas por los aparatos a un sistemático ostracismo.
A partir de un poder judicial “domesticado” que ampara y garantiza la legalidad de las decisiones del partido del turno, el principal instrumento para la conformación de la nueva oligarquía ha sido y es la falta de una clara y precisa legislación de la administración pública: sus competencias, sus escalas, sus criterios de promoción y sobre todas ellas la forma de acceso a la función pública. El acceso a la función pública controlado por los partidos, especialmente en la administración local, ha sido y es una de las causas principales del desprestigio de la política y de los políticos, ya que la gente no acude a la política, en la mayoría de las ocasiones, con vocación de servicio, acude a la búsqueda de un interés personal, alentados por el reclamo de unos partidos cada vez más menguados de militancia.  
A pesar de que el estatuto básico del empleado público establece el derecho de todos los ciudadanos al acceso a la función pública de acuerdo con los principios constitucionales de igualdad, mérito y capacidad, en la práctica resulta cada vez más evidente que dichos principios no son siempre de aplicación y no es inhabitual asistir a denuncias de enchufismo.
Cuando la política se ha convertido para algunos en una profesión exclusiva y excluyente, el miedo a perder el poder termina por corromper las reglas del juego democrático y a gran parte de sus protagonistas. Esta corrupción es la que hay que atajar para empezar a recuperar la confianza en la política y en los partidos. El camino de la regeneración comienza por limitar la capacidad de influir de los partidos en la estructura misma de la administración; es necesario crear realmente una verdadera carrera administrativa al margen de las decisiones partidistas; una administración que actúe, como establece la propia Constitución, de acuerdo con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación, con sometimiento pleno a la ley y al derecho.
La regeneración democrática que devuelva la confianza en nuestro sistema político pasa por profesionalizar la administración y por apartar de ella a tantos y tantos advenedizos que saltan de cargo en cargo sin importar  la especialidad ni la responsabilidad del puesto, aupados por los aparatos de la partitocracia. Hasta que en este país un auxiliar no tenga garantizado el derecho y la seguridad de poder llegar mediante sus méritos y su formación hasta director general, no habremos empezado a recorrer el camino.
            Manuel Visglerio Romero – Febrero 2013