A
Alfonso Guerra debemos la frase ‘Montesquieu ha muerto’. La pronunció al hilo
de las críticas a la reforma legal realizada por el partido socialista para la
elección de los miembros de Consejo General del Poder Judicial. Fue en los años
ochenta, estrenada apenas la primera mayoría absoluta de Felipe González. La
separación de poderes, después de la reforma por la que las Cortes elegían a la
totalidad de los miembros del CGPJ, quedó si no muerta por lo menos en estado catatónico.
El poder judicial a partir de entonces quedaba sometido al poder legislativo y
en último término al albur de las mayorías parlamentarias.
El
argumento Guerrista para la reforma legal se sustentó en el objetivo primordial
de acabar con el corporativismo de unos jueces y magistrados provenientes del
régimen franquista. La legitimidad de la decisión (artículo 122.3 de la Constitución)
fue y es incuestionable, aunque la
autoridad moral argüida para su iniciativa, basada en la mayoría absoluta que el
pueblo otorgó al PSOE, resultaba un poco trasnochada y con tintes más bolcheviques
que democráticos, ya que las mayorías absolutas no garantizan la razón absoluta
y de ello hemos tenido suficientes ejemplos en la historia.
Esta
democrática “arbitrariedad” permanece desde entonces en vigor con una alteración
introducida en el año 2001 durante el mandato de José María Aznar. A pesar de
la modificación, siguen siendo los partidos y sus cuotas los que eligen en
último término a los miembros del CGPJ, ya que aunque a las asociaciones
profesionales de jueces y magistrados se les dio participación por parte del
gobierno conservador, sólo se les otorgó el derecho a proponer una lista de treinta
y seis candidatos, no el derecho de elección. Este sistema de conformación del
órgano de gobierno del poder judicial, incluso de la elección de los
magistrados del Tribunal Constitucional, ha dado pie, con el tiempo, a un nuevo
corporativismo, el corporativismo de los partidos: la partitocracia.
Las
cuotas de control del poder ejecutivo sobre el poder judicial, y un sinnúmero
de modificaciones e interpretaciones legales espurias, han contribuido a
transformar nuestra democracia en algo cada vez más parecido al “turno” de la
plutocracia del siglo XIX.
La
partitocracia ha sido el fruto de un progresivo alejamiento de los ciudadanos
de la política y de los partidos. El espíritu de la transición en la que se
produjo una masiva participación política sobre la base de que la democracia y
la libertad podrían cambiarlo todo, ha ido decayendo al ritmo de los propios
cambios y del anquilosamiento de las estructuras de los partidos políticos y de
los continuos casos de corrupción. La reacción de los partidos hegemónicos del
nuevo “turno” ante este detraimiento, no ha sido durante este periodo una
regeneración y actualización de la propia ideología para recuperar la confianza,
antes al contrario, empezaron a practicar la táctica del “y tú más” y han
terminado por acomodar su acción política al dictado de las encuestas y de la
opinión pública; se han convertido en partidos acaparadores de votos (crash old
party), en los que las diferencias de programas son cada vez menos apreciables
y en los que las voces críticas internas han sido condenadas por los aparatos a
un sistemático ostracismo.
A partir
de un poder judicial “domesticado” que ampara y garantiza la legalidad de las
decisiones del partido del turno, el principal instrumento para la conformación
de la nueva oligarquía ha sido y es la falta de una clara y precisa legislación
de la administración pública: sus competencias, sus escalas, sus criterios de
promoción y sobre todas ellas la forma de acceso a la función pública. El
acceso a la función pública controlado por los partidos, especialmente en la
administración local, ha sido y es una de las causas principales del
desprestigio de la política y de los políticos, ya que la gente no acude a la
política, en la mayoría de las ocasiones, con vocación de servicio, acude a la
búsqueda de un interés personal, alentados por el reclamo de unos partidos cada
vez más menguados de militancia.
A
pesar de que el estatuto básico del empleado público establece el derecho de
todos los ciudadanos al acceso a la función pública de acuerdo con los
principios constitucionales de igualdad, mérito y capacidad, en la práctica
resulta cada vez más evidente que dichos principios no son siempre de
aplicación y no es inhabitual asistir a denuncias de enchufismo.
Cuando
la política se ha convertido para algunos en una profesión exclusiva y
excluyente, el miedo a perder el poder termina por corromper las reglas del
juego democrático y a gran parte de sus protagonistas. Esta corrupción es la
que hay que atajar para empezar a recuperar la confianza en la política y en
los partidos. El camino de la regeneración comienza por limitar la capacidad de
influir de los partidos en la estructura misma de la administración; es
necesario crear realmente una verdadera carrera administrativa al margen de las
decisiones partidistas; una administración que actúe, como establece la propia
Constitución, de acuerdo con los
principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y
coordinación, con sometimiento pleno a la ley y al derecho.
La regeneración democrática que devuelva
la confianza en nuestro sistema político pasa por profesionalizar la
administración y por apartar de ella a tantos y tantos advenedizos que saltan
de cargo en cargo sin importar la
especialidad ni la responsabilidad del puesto, aupados por los aparatos de la
partitocracia. Hasta que en este país un auxiliar no tenga garantizado el
derecho y la seguridad de poder llegar mediante sus méritos y su formación
hasta director general, no habremos empezado a recorrer el camino.
Manuel
Visglerio Romero – Febrero 2013