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miércoles, 30 de mayo de 2012

LA VIEJA FRIENDO HUEVOS





Hoy me trajo Diego una toca blanca de algodón ribeteado, para que me la pusiera sobre la cabeza y la apoyara en el jubón, sobre los hombros. Me dijo otra vez que me sentara delante del hornillo de carbón y que me acercara todo lo que pudiera al fuego, con cuidado de no quemarme la basquiña. ¡Pues claro hijo que tendré cuidado! – le dije yo -, los jóvenes se creen que las viejas somos tontas. Y es lo que yo le digo, que bastante tiene una con aguantar los dolores de huesos en las manos y en las rodillas -¡que hay días que no manda una en su cuerpo! ¡Que qué tiene que ver la reuma con tener la cabeza en su sitio! Que es verdad que a mi madre le falló un poquito la cabeza cuando decía ella que tenía ochenta años. Pero que yo tengo que estar cerca de esos años y a mí no se me olvida nunca nada. ¡Vamos que a mí no se me ha olvidado nunca quien soy yo, ni quién es él! ¿Bueno y esto por qué lo estaba yo diciendo? ¡Ah, bueno!, por lo del hornillo de carbón. ¡Tú ves como me acuerdo de las cosas! Bueno pues cuando me senté, me dijo que me pusiera con la cuchara de madera como si estuviera friendo huevos, pero sin freír huevos. Después me dijo otra vez que no mirara a la ventana, que mirara al quicio de la puerta. Y yo le dije: ¡Dieguito hijo!, no me pongas más mirando a la pared, que cuando una está friendo huevos, aunque no esté de verdad friendo huevos, lo que se miran son los huevos. Y él no dijo nada. Y yo pensé: ¡él sabrá, que para eso es el pintor!
Yo conozco a Dieguito, porque yo servía en la casa de su suegro cuando él entró de aprendiz. Él es del barrio, es hijo del portugués. ¡Yo de esto de las pinturas, no sé nada!, pero la gente dice que pinta mejor que el maestro. Y si pinta mejor que el maestro, ¡ya tiene que pintar bien!, porque la casa de Pacheco está llena de cuadros a cual más grande y a cual más bonito.
Le dije que me pintara guapa; bueno guapa no le dije, le dije que me pintara bien. Y él no me dijo nada. ¡Él casi nunca dice nada! Mirando las jarras de barro de la mesa, me acordé que hoy tengo que ir a casa de mi cuñada. ¡Pero es que me da tanto miedo cruzar el puente de barcas para ir a Triana!
Una de las veces que me quedé mirando la mano del almirez, me volvió a reñir para que mirara otra vez al quicio de la puerta, y yo le dije que me cansaba mucho estar mirando siempre al mismo sitio. Aunque no me dejaba mirar, yo pensé que la jarrita verde tenía que ser de Úbeda porque ese verde no lo hacen en Triana.
Hace un montón de días que no veo a Juanillo el de Frasquita por ningún sitio, y eso que viene casi todos los días a pedirme higos chumbos. Si por lo menos hubiera estado Juanillo aunque no tuviera el melón entre las manos, me habría cansado menos, porque por lo menos aunque no hubiera movido la cabeza por lo menos habría movido los ojos. Ahora habría mirado al quicio. Después habría mirado a Juanillo. Y si no hubiera mirado a Juanillo, habría mirado el melón. ¡Que digo yo, que porqué le habrá dado la manía a Dieguito, de pintar un melón podrido, con las buenas sandías y los buenos melones que vienen todos los días de Los Palacios!.
Después le pregunté por los huevos, y él me dijo que ya los había pintado. Yo le pregunté que cómo se pintan unos huevos fritos, sin que se quemen. ¡Porque en pintar un huevo frito, no se tarda lo mismo que en freír un huevo! -dije yo. Pero él no dijo nada.
Antes de que terminara le dije que me dejara ver el cuadro, que me gustaría verme, pero él me dijo que sólo me había pintado la mano derecha agarrando la cuchara. Yo le dije que me dejara mirar la mano, y él me dijo otra vez que no. Como le puse mala cara, me dejó ver la pintura. No me extraña que no haya vuelto a ver a Juanillo, ¡está dentro del cuadro!, ¡igual que mi mano derecha!, ¡igual que la cuchara! Es curioso ver como mi mano, ¡sola!, fríe huevos dentro de un cuadro.
Desde esta mañana tengo mareos y no veo bien. Me miro la mano derecha y se enturbia como si la estuviera mirando debajo de la lluvia; debajo de un aguacero. ¡Me han  tenido que echar un mal de ojo!, porque la mano izquierda cuando la miro la veo igual de bien que la cara de Juanillo que está pintada en el cuadro de Dieguito Velázquez.
Manuel Visglerio Romero - Noviembre 2010.

jueves, 24 de mayo de 2012

CURRO EL "PATO"



Como todos los años, cuando apenas llevaban dos meses de clase, Curro y Juan, los hijos mayores del “Pato”, tuvieron que dejar la escuela de Marismas para ir con su padre al verdeo. Ellos no eran los únicos, casi la mitad de sus compañeros se veían obligados a hacerlo cada otoño, aunque muchos volvían a las aulas cuando acababa la recolección de la aceituna.
Currito era el mayor de seis hermanos y acababa de cumplir catorce años. Eran tres varones y tres hembras. La madre era tan prolífica y el padre tan fogoso que entre los hermanos y las hermanas apenas se llevaban la cuarentena. Once partos tuvo la pobre mujer, aunque cinco de sus hijos no llegaron a cumplir el año. A esta desgracia se debía la diferencia de edad entre Currito y sus hermanos. Currito le llevaba a Juan, el segundo de la prole, cuatro años de edad; a María ocho, a Fernando nueve, Rafael tenía tres años, y Anita y Josefina, que eran mellizas, apenas tenían dieciocho meses.
Aunque José Sánchez “el Pato”, era un hombre trabajador, los dineros que ganaba un jornalero, no daban para llenar las bocas de sus hijos, su mujer, y su madre que vivía con ellos; porque “el Pato”, trabajar, trabajar, lo que se dice trabajar, trabajaba poco. Entre los escasos jornales que daba la tierra de Marismas, y las muchas manos que había para llevárselos, los trabajadores del campo trabajaban poco y vivían peor; salvo algunos pequeños manchoneros de la campiña que hacían de propietarios en sus pequeños terrenos y de asalariados en los ajenos, y que con un poco de un lado y otro poco del otro, llevaban una vida medianamente digna.
La vendimia, la poda, el verdeo, la tala, la siega, la trilla y poco más, cubrían cuatro meses de jornales en el año, si el año venía bueno; porque si el año era de lluvias o de heladas y los manchoneros se quedaban sin cosecha, entonces los capataces de las fincas grandes subastaban los jornales en los “Cuatro Vientos”. Los “Cuatro Vientos” era un cruce situado en la entrada del pueblo, en la confluencia del camino de Sevilla con una de las veredas que llevaban a la marisma. En los “Cuatro Vientos”, los años malos, primero tenían trabajo los más largos, que eran los que se aseguraban el jornal, el resto se vendía casi como esclavos, por la comida y cuatro miserables perras.
Los años de bonanza el personal no daba a basto. Como los manchoneros trabajaban en lo suyo, la mano de obra del pueblo no era suficiente para cubrir las peonadas. Venían entonces cuadrillas de otros lugares que paraban en los cortijos cuando estaban alejados del pueblo, o debajo de chamizos que fabricaban en los propios tajos para no dormir a la intemperie.
Aquel año vino bueno, y como faltaban manos en el campo, “el Pato” se llevó por delante a sus hijos mayores, que aunque no podían subirse y bajarse a una escalera con un macaco colgado, si podían varear, rastrear el suelo o manejar una espuerta llena de aceitunas hasta llevarla a los carros. No ganaban entre los dos un jornal completo, pero ayudaban a llenar la faltriquera para pasar el invierno.
El “Pato” vivía con su familia en una choza que construyó su padre en el Cerro de la Horca. La toponimia del lugar la investigó en su día Don Rufino, el maestro, y aseguraba a todo aquel que lo quería oír que aunque por aquellas fechas en el cerro no había ningún patíbulo, según las actas capitulares de Marismas hacía más de un siglo, se consignaron unos dineros para mantener allí un cadalso. Como el lugar tenía poco interés agrícola y además cuando llegaban las inundaciones el Cerro  pasaba muchos días convertido en una isla, no es extrañar que terminaran viviendo en él las familias más pobres y miserables de toda la población.
La choza del “Pato” era de las pocas entre las diez que había en el Cerro que tenía paredes de tapial y techumbre de pasto; el resto de las chozas eran todas completamente de paja y de forraje. En invierno, cuando llovía se mojaban como una canasta, y cuando apretaba el sol en el verano aguantaban la flama como buenamente podían. La choza del “Pato” era de las más grandes, medía casi diez varas de largo por casi cinco de ancho. En el hastial que daba hacia el norte, que era entero de mampostería, se situaba un tiro de chimenea y a sus pies unas trébedes con una olla renegrida que hacía las veces de cocina cuando había algo que comer, y que por el invierno hacia funciones de estufa. En el centro de la nave, clavados en el suelo de tierra apisonada, emergían dos pilares de eucalipto, que eran los que sustentaban, junto con una viga horizontal todo el peso de la techumbre: un entramado de ramas y de rollizos de distintas maderas que servían de soporte a la cubierta de paja. Como las paredes de la choza eran tan endebles  tenían sólo dos ventanucos abiertos, tan ridículos, que apenas conseguían dar entrada en el verano al viento de la tarde, que allí llamaban la marea por venir del mar. Una sábana hacia de tabique divisorio entre el camastro del “Pato” y su parienta y los colchones de hojas de maíz tumbados en esteras donde dormían sus hijos y la abuela. Un baúl para la poca ropa que tenían, unas sillas de enea medio desvencijadas, y una tabla y dos borriquetas para poner la mesa, era el humilde ajuar de la cabaña del “Pato”.
La familia de José Sánchez, como otras del lugar, pese a su miseria, era una de las familias de más solera de Marismas. Sus antepasados, según había oído hablar el “Pato” a su padre y a su abuelo, fueron de los primeros pioneros que colonizaron aquellas tierras. Y como contaba José a sus hijos, con pesar y con nostalgia, en un tiempo tuvieron tierras y una casa. La casa de los Sánchez estaba en una de las mejores calles del pueblo, y cada vez que el “Pato” pasaba delante de ella, su visión le  hería el orgullo y le hacía maldecir al destino por haber condenado a su estirpe a cambiar la calle del Buen Aire por el Cerro de la Horca.
Por una mala cosecha, su padre Francisco Sánchez, alias “Curro el Pato”, perdió las tierras y tuvo que malvenderlas para pagar las simientes que compraba fiadas a Juan “Gramo”, el dueño de la única tienda de comestibles del pueblo. El “Gramo” que trataba casi todo el cereal que se criaba en Marismas, lo vendía a cuenta de las cosechas. Era largo para vender, pero haciendo honor a su apodo, más corto era para cobrar, y cuando se trataba de cobrar no tenía compasión; o cobraba o cerraba al moroso la abacería.
Con los dineros que le sobraron de la venta del manchón, Curro el “Pato” aguantó unos años. Empezó a emplearse como jornalero, pero como el jornal no daba para mantener la casa, terminó por comerse los réditos del manchón, y por pedir prestado con la garantía de su casa. Justo antes de nacer su único hijo José, Curro el “Pato”, vendió la casa de la calle del Buen Aire para hacer frente a las trampas.  Pago las deudas, compró un cacho de tierra en el Cerro de la Horca, y con la ayuda de su cuñado levantó una choza. La vida le había jugado una mala pasada, pero lo peor de todo para él no fue tener que vender la casa que heredó de su padre, lo verdaderamente humillante para su orgullo fue tener que ver a su mujer Anita, adentrarse con el hijo en los brazos en las tinieblas de la pobreza.
Desde aquel día su vida cambió por completo, siguió trabajando cuando hubo trabajo, pero en los largos días y meses de paro, acabó refugiándose en la taberna de Paco el “Ligero”. Entre copa y copa quiso ahogar las penas, sin darse cuenta que mientras sus penas nadaban en el mosto, su vida se arruinaba para siempre. Lo que empezó siendo una visita a la taberna para acompañar a un amigo en los días sin faena, concluyó siendo la rutina de todos sus días. Lo poco que ganaba cuando estaba fresco se lo gastaba en vino, y los pocos platos que acabó comiendo, fueron de la pobre olla de su cuñado, que se los daba a su hermana y a su sobrino para que no se muriesen de hambre, o de la caridad ajena que su mujer recibía de la parroquia.
Cuando José empezó a tener edad de darse cuenta de lo que era el hambre, y a enterarse de lo poco o nada que su progenitor hacía por remediarlo, más de una vez clamó a su madre para que dejara de dar dinero al padre de lo poquito que ganaba fregando suelos o zurciendo ropas.
Anita quería a Curro más de lo que su hijo pudiera jamás llegar a intuir. Se enamoró de él apenas cumplió los dieciséis años, el día que regresó al pueblo después de servir al rey como recluta. Antes nunca lo echo a ver, aunque lo veía de vez en cuando, cuando venía con permisos desde la capital donde servía en el cuartel de intendencia, porque la poca edad todavía no le había abierto los ojos para ese tipo de miradas.
Ella siempre intentaba buscar una justificación para darle a su hijo. Que si no había trabajo, que si la mala suerte, que si las malas compañías. Y aunque sabía que su Paco no tenía solución, le cegaba el cariño y se engañaba a sí misma esperando un milagro que por más que imploraba nunca aparecía.
Con apenas cuarenta años Francisco Sánchez “el Pato”, abandonó este mundo, dejó libre un banco en la taberna de Paco “el Ligero”,  un hueco en una choza del Cerro de la Horca y un vacio en el alma de Anita, su mujer, que difícilmente llenarían ni el tiempo, ni el amor de un hijo de apenas dieciséis años. Manuel Visglerio Romero - Mayo 2012 


jueves, 3 de mayo de 2012

AMOR CELESTIAL


            Una de las personas más extrañas que jamás he conocido es mi compañera Celeste Valdemar. Pensarás que el nombre me lo acabo de inventar porque crees que nadie tiene ese nombre y menos acompañado de ese apellido. Pero te aseguro que el nombre es real y el apellido también. Yo no conocí al padre de Celeste, pero por la historia que me contó su hija, parece que le puso el nombre en recuerdo de la primera vez que vio a su madre mientras pintaba una marina en la orilla de la playa. En aquel preciso instante mientras su madre pasaba delante del caballete él usaba el color celeste. Con este antecedente no es extraño que la hija haya heredado de su padre las rarezas.   

            Te he dicho que Celeste es mi compañera, aunque tendría que haberte dicho que fue mi compañera, porque hace ya más de diez años que se fue y dejó el trabajo. Lo que pasó antes de su marcha fue antológico, ya te contaré. Incluso lo de compañera es un decir, porque en el trabajo pasaba por etapas en las que no conocía a nadie y le molestaba incluso que le dieras los buenos días, y por otras en las que sería capaz de hipotecar su casa para ayudarte a pagar las letras de tu coche. Yo no sé cómo llaman los psicólogos a ese comportamiento, creo que es un trastorno bipolar o algo parecido. Aunque conociéndola, supongo que no es algo patológico, simplemente Celeste es así. Son sus manías; como vestir siempre de celeste. Celeste es normal a su manera.

En una época le dio por las piedras y las energías cósmicas y de cuando en cuando le daban ataques de claustrofobia y se iba del trabajo sin decir nada a nadie o se llevaba días sin venir porque una conjunción planetaria le impedía salir a la calle. Recuerdo que una de las veces que regresó al trabajo se sentó en su escritorio y con cara de circunstancias me dijo con voz grave: la vida sería maravillosa si no fuese por las personas.

En otra época, recuerdo que se obsesionó por los números y la astrología y se pasó meses de fiebre pitagórica, asignándole números a todos en la oficina. Cada número llevaba aparejado unos rasgos personales y unas cualidades positivas y negativas. Había números afines entre sí y otros, según ella, absolutamente incompatibles. A mí me asignó el número dos, que por lo visto es de lo mejorcito, aunque yo no me enteré muy bien de la numerología celestial. Sí recuerdo que ella era el número siete y necesitaba para su plenitud encontrar el número cinco.

La última extravagancia que presencié de Celeste sucedió precisamente cuando encontró a su número cinco. Fue una mañana de primavera poco antes de que desapareciera definitivamente del trabajo y, desde entonces, de mi vida. Celeste y yo trabajábamos en un edificio de oficinas. Un coloso de más de treinta plantas cerrado por enormes cristaleras de vidrios ahumados. La cafetería estaba en la planta baja. Era una enorme sala repleta de sillas y mesas entre la cristalera del edificio y una barra larguísima llena de camareros por dentro y de taburetes giratorios por fuera. Cada mañana en el intervalo de una hora, los camareros, a un ritmo frenético, servían más de mil servicios de casi mil maneras diferentes.

            Celeste era de las últimas del departamento en bajar a la cafetería porque le gustaba desayunar sola. Cuando llegaba quedaban muchas mesas vacías y casi siempre se sentaba en una mesa para tres adosada a la cristalera. Le gustaba el sitio porque al tiempo que comía podía ver los jardines del exterior; los árboles, el césped y sobre todo los pajaritos. Era el único momento, según decía, en el que podía ver algo más que un techo bajo, una mampara ciega y la pantalla de un ordenador;  y cada vez que tenía la suerte de ver volar a algún pájaro entre los árboles, se convencía a sí misma de que tenía que salir de allí antes de que el coloso de cristal le consumiera el alma.

            Aquella mañana yo la acompañé a desayunar y cuando se dirigió a su mesa preferida con la bandeja entre las manos se percató de que en el asiento vacío había una carpeta azul con cierres de goma, que con toda seguridad, alguien había dejado olvidada. La cogió en la mano y la alzó por si alguien la reclamaba. Como nadie pareció interesarse por ella, la dejó junto a un asiento que quedó vacío entre las dos. Pensamos que seguramente antes de que termináramos el desayuno el dueño vendría a recogerla. Pero no fue así. Le dije entonces que lo mejor sería dejarla en la barra por si alguien venía preguntando por ella, pero Celeste se empeñó en abrirla por si podíamos encontrar algo relacionado con su propietario. Recuerdo que le sentencié que fisgonear en los papeles de los demás sin permiso era una falta de educación. Pero Celeste me respondió que si la carpeta había llegado a sus manos no podía contradecir al destino y que, además, si abría la carpeta y se saltaba la norma a lo mejor le resolvía un problema a su dueño. Discutimos, pero al final abrió la carpeta y al abrirla se desencadenaron los minutos más frenéticos que he vivido nunca.

En el interior de la carpeta no había ningún documento personal, ningún escrito con membretes o firmas que a simple vista indicara algo sobre el propietario; sólo había un folio escrito con un escueto mensaje: “Mi vida ya no tiene sentido. El cosmos se ha conjurado contra los débiles. Si no vienes tendré que partir”. Cuando las dos leímos el mensaje, Celeste dijo: “Es él, tengo que encontrarlo antes de que se suicide”. A partir de aquel momento de nada sirvieron mis razonamientos sobre que nadie deja una carta de despedida en la cafetería de un edificio de oficinas en el que trabajan más de mil personas; sobre que seguramente sería una broma de mal gusto; o que no tenía sentido no poner un destinatario en la carta de un suicida.

De nada sirvió que le dijera que entregara la carta a los de seguridad o que llamara a la policía. Ella, y yo detrás de ella, empezamos un maratón desde los cuartos de caldera del sótano hasta las azoteas, entrando planta por planta en todas las dependencias, los cuartos de instalaciones, los aseos... Y por más que le decía que era imposible encontrar a una persona en un edificio tan grande buscando sólo en los lugares comunes, ella seguía su búsqueda. Y cuando le planteaba la posibilidad de que podía estar en cualquier despacho, ella siempre contestaba: “Me está esperando”.

            Después de más de una hora de abrir puertas y de subir escaleras, lo encontramos en un almacén junto al cuarto de máquinas del ascensor, sentado sobre una mesa en la posición de loto, vestido con una túnica de color azafrán, con una cuerda atada al cuello y a una tubería contraincendios. Cuando entramos en la habitación, abrió los ojos, deshizo el nudo de su garganta y le dijo a Celeste mirándola a los ojos, como si sólo ellos dos estuvieran en el mundo: “Gracias amor, sabía que vendrías”. Después de aquel encuentro no he vuelto a ver a Celeste Valdemar. 
Manuel Visglerio Romero - Abril 2012