Era Jueves Santo. Llevábamos
más de doce horas caminando por las calles de Sevilla. Apenas nos habíamos
sentado un par de veces; una vez para almorzar y otra para tomarnos un café, por
supuesto en una terraza, pendientes del
bullicio de la calle. Sobre todo él, que ni siquiera mientras comíamos
dejaba de estar pendiente de todo. Y aunque estábamos sentados frente a frente,
apenas me miraba a la cara porque sus ojos permanecieron siempre alerta de
cualquier detalle. Una mujer con mantilla, un nazareno, un músico con uniforme
de gala, el escudo de solapa del señor que se sentaba a nuestro lado. Todo lo
que sucedía en la Semana Santa giraba a su alrededor, incluso la dieta estaba
condicionada. Espinacas con garbanzos, patatas con chocos, calamares a la
riojana y tarbinas de bacalao, formaban parte de su exclusivo menú, rematado
con pestiños y torrijas, del que él jamás se desviaba desde el miércoles de
ceniza. Y claro, el recetario lo dirigía inevitablemente a un reducido y
selecto grupo de bares planificados después de muchos años de búsqueda. Sólo
estuve con él de pascuas a ramos. En nuestro caso el dicho se aplicó casi con
exactitud, porque lo conocí un Domingo de Gloria y nos despedimos aquel Jueves
Santo. Durante ese año me fue mostrando las pinceladas de su fervor cofrade.
Vivía sólo con su madre viuda en un piso antiguo en el que no faltaba un detalle cofradiero: desde el Dios
bendiga esta casa de la puerta de entrada, hasta la colección multicolor de figurillas
de barro con las distintas ropas de nazarenos, y las numerosas fotografías,
repartidas por todo el piso, de todos los Cristos y las Vírgenes de su devoción. Recuerdo que su
señora madre, me puso sobre aviso de sus manías cuando su hijo empezó a querer
identificarme todos las insignias de su colección de hermandades.
-
¡Niño hijo, no atosigues a la muchacha
con tus historias!
Creo que aquello lo
dijo la primera vez, de las pocas veces que estuve en la casa. Me resultó una
mujer muy sencilla y muy simpática. Y también recuerdo que a su hijo no le
agradaban para nada los comentarios que me hacía sobre sus aficiones.
- Niña hija a ver si tu eres capaz de
quitarle los santos de la cabeza que a mí ya me tiene “jartita” con tanto santo
y con tanto pito. Que no he visto más que le gusta una marcha.
Y tenía razón, porque
aunque al principio parece que le dio algún reparo, a partir de la segunda vez
que salimos juntos no hubo una vez que nos montásemos en su coche que no
colocara un disco con marchas procesionales. ¡Incluso en agosto viajamos a la
playa bajo los acordes de Amargura y los Campanilleros!
Después vinieron los
cultos, los traslados, los viacrucis y otra vez los traslados y otra vez los
cultos, y otra vez los viacrucis y los ensayos de las cuadrillas de costaleros.
Y que si este capataz es el mejor de Sevilla. Y que si vamos a los ensayos de
la banda del paso de misterio de tal hermandad que tiene un cornetín que te
pone los pelos de punta. Que mañana no salgo porque tengo que escuchar el
pregón del costalero o la exaltación de la saeta. Y después el pregón general.
Y después el domingo de ramos y visitar todas las iglesias, basílicas y
capillas, para ver a todos los Cristos y todas las Vírgenes de Sevilla. Y
siempre el olor a incienso que tenía cosido a la ropa como si tuviera colgado un
botafumeiro del techo de su habitación. Todo lo aguanté porque me había hecho
tilín. Y todas las pruebas las fui superando hasta la estampida de la madrugá.
El muy sinvergüenza, cuando vio llegar la marea humana me soltó de la mano y me
dejó desvalida e indefensa frente a la marabunta. Aquello, aparte del susto y
del disgusto, me costó un esguince de tobillo. Desde entonces no lo he vuelto a
ver. Él me llamó a los pocos días, pero yo me negué a contestar a sus llamadas.
Una puede pasar por tener un novio capillita, pero tener un novio capillita,
cobarde, desconsiderado y descortés, es mucho más de lo que mis sentimientos pueden
llegar a soportar. Para un personaje así, me quedo con Harrison Ford, que por
lo menos es guapo y valiente, aunque sea inalcanzable. Bueno, eso nunca se
sabe.
Manuel Visglerio Romero - Abril 2011
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