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martes, 27 de diciembre de 2011

ESTAMPA



Marismas se despierta. Ayer el cielo estaba despejado pero hoy el día ha amanecido cerrado. No hay nubes. Todo el firmamento hasta donde alcanza la vista, aparece como pintado de gris. Un gris de plomo, oscuro, casi negro. Antes de una hora va a empezar a llover. Se presiente por la humedad y por el viento del sur. Huele a tierra mojada. Hace frío. En la calle no hay un alma. ¡Hay que estar un poco loco para salir con este tiempo! Se oyen algunos ladridos de perros a lo lejos. Seguramente están barruntando la tormenta. Los árboles de la plaza se agitan con el aire y las ramas suenan como si murmuraran con un silbido acompasado. Las hojas en el suelo crepitan como el fuego de una hoguera cuando se arrastran por el empedrado y se arremolinan con las ráfagas de viento. La poca claridad que se refleja sobre las paredes blancas de las casas es suave y mortecina. Sobre el color cobrizo y pardo de las tejas, se destacan las volutas de humo que nacen de los tiros de las chimeneas. Por entre las casas algún recuadro de luz se escapa por los postigos entreabiertos de alguna ventana. Marismas está triste. Hace mucho frío. Es otoño.

Manuel Visglerio Romero. Noviembre 2011.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

EL CAMINO DEL ARROZ



   A Curro le costaba la misma vida levantarse cada mañana. Era todavía casi un niño y el trabajo en el campo no era fácil de llevar para un cuerpo tan joven. Él sostenía sobre sus hombros a la familia desde que a su padre se lo llevaron la mala vida y unas malas fiebres, una tarde de verano, cuando él apenas tenía dieciséis años. Su madre, Engracia, lo desvelaba con dulzura cada madrugada.

   -¡Currito hijo, despierta que van a dar las seis y vas a llegar tarde a la faena! – le decía al oído susurrando para no despertar al resto de sus hermanos.

   Y Currito, que esa noche había estado rondando a Matilde hasta que en las campanas del reloj de la Plaza sonaron las once, siguió sin responder a las caricias y los susurros de su madre hasta que ella terminó con la modorra ayudándose de un pañuelo mojado en agua tibia. Sólo el agua templada era capaz de rescatarlo de sus ensueños, la mayoría de los cuales tenían a Matilde por argumento.

   Curro madrugaba para ir a trabajar a la marisma a sembrar en los arrozales. Salía de su casa antes de que saliera el sol y mientras pedaleaba alumbraba el sendero con el faro de la bicicleta. Más de una hora tardaba Curro en llegar al tajo. El camino era tortuoso por las lluvias del final de la primavera, lleno de socavones y de charcos de agua turbia sobre los que se reflejaban los destellos del faro y en los que las ruedas levantaban a su paso una cortinilla de agua sucia que terminaba por empapar las perneras y los fondillos de sus pantalones. El frio de la mañana, el rocío, los baches, el agua de los charcos y el viento de la marisma acababan por despertar a Curro a base de tiritones y de golpes contra el sillín y el manillar.

   A medio camino del arrozal el sol empezaba a asomarse en la línea del horizonte y Curro paraba junto al camino y se calaba la gorra para que la visera le cubriera la vista de los primeros rayos de la mañana. Más de una vez se sobresaltaba cuando de repente, delante de la visera, alzaba el vuelo una polluela, un pato o una garza de los muchos que dormitaban en los campos anegados de agua para la siembra. Otras veces, se estremecía cuando las zarzas de pronto se zarandeaban movidas por algún bicho.

   El día lo pasaba enterrado en el barro de la marisma con el agua por encima de la rodilla, agachado toda la jornada, sembrando uno a uno los plantones del arroz. Durante la mañana aterido de frio y a partir del mediodía, con el sol en lo alto, sufriendo los rayos abrasadores sobre la espalda, deseando que llegara la tarde para montar sobre los pedales y tomar el camino de vuelta. El regreso era más corto, siendo igual el camino, porque la vuelta era la huída de un trabajo esclavo y el premio de la llegada era volver a ver, como cada tarde, los ojos enamorados de Matilde.

Manuel Visglerio Romero. Diciembre 2011.




NO SE INDIGNA QUIEN QUIERE

Al hilo de los últimos acontecimientos políticos sobrevenidos por las declaraciones de algunos dirigentes catalanes, observo con incredulidad la cantidad de indignados que surgen por todas partes y desde todos los rincones ideológicos de nuestra tierra. Y me quedo perplejo al contemplar cómo se indignan porque se critiquen desde fuera las ayudas del PER los que llevan años criticándolo desde dentro con la boquita cerrada; cómo se molestan porque se critiquen las ayudas del PER los que llevan años utilizando el PER como arma política, actuando como los caciques del siglo XIX para secuestrar votos y voluntades; cómo se importunan los sindicalistas que llevan décadas tolerando con su silencio cómplice que haya gente que cobra el subsidio sin haber pisado el campo en su vida. Y cuando los oigo llenarse la boca de afectada dignidad, me entran ganas de gritarles a la cara: ¡No, no y no! ¡Ustedes no pueden indignarse! ¡Ustedes no tienen derecho a indignarse! ¡Ustedes no tiene valor moral para pedir rectificaciones y desagravios!

Algunos me recuerdan la sentencia del zagal que se lió a mamporros con un amigo a cuenta de los insultos de éste a su padre: “una cosa es que mi padre sea un borracho y otra muy diferente que te creas con derecho a decírmelo a la cara”.

Como es lógico, cada cual dice lo que quiere. ¡Faltaría más! Pero mientras algunos lo hacen por altanería otros lo hacen por derecho propio. No pueden indignarse los que pactaron una constitución en la que había comunidades históricas y Andalucía no era una de ellas. No pueden indignarse los que sentenciaban: andaluz este no es tu referéndum. No tienen derecho a indignarse los que pactaron en las Cortes la Loapa, ni los que después de treinta años siguen manteniendo a Andalucía en el vagón de cola.

Pueden indignarse los que legislatura tras legislatura votan como representantes a políticos que en las Cortes ponen por encima de los intereses de Andalucía los intereses de sus partidos. ¡Pueden indignarse, pero no tiene derecho a indignarse! Porque con su voto se siguen votando los privilegios de aquellos a los que ahora indignadísimos critican.

Y no me vengan con Góngora ni con Machado. No me consuelen con Picasso ni con Velázquez. No me conformen con romanos ni turdetanos. El pasado no es nuestro, nuestra historia la han escrito otros al dictado. Los que ahora se rasgan las vestiduras. Yo no soy de los hipócritas que lagrimean tras el pañuelo. Yo, como muchos otros, soy de los que quieren que Andalucía cambie. Y sigo teniendo claro que no se indigna el que quiere sino el que puede.

Manuel Visglerio Romero. Octubre 2011

viernes, 16 de diciembre de 2011

LA MARTA




A Diego la “Marta” lo encontraron una tarde, a las pocas semanas del alzamiento, tirado en un arroyo a las afueras de Marismas con la cabeza sumergida en el agua turbia de la orilla. Su hermana Esperanza y unos cuantos amigos, habían estado buscándolo durante días sin dar con su paradero. Lo encontró un vaquero mientras pastoreaba vacas junto al arroyo. Cuando llegaron los civiles y sacaron su rostro del agua, parecía otra persona; tenía el semblante blanco como la porcelana y estaba completamente desfigurado de resultas de la paliza que le habían propinado. Los dos números tomaron el cuerpo de Diego del suelo y lo pusieron a lomos de una mula vieja. Uno de los guardias, mientras tapaba el occiso con una manta y fustigaba al animal para iniciar la marcha de regreso al pueblo, se dirigió con chulería a los cuatro curiosos que había junto al arroyo: ¡qué pasa, que no habéis visto nunca a un maricón muerto!

Diego la “Marta” había vivido toda su vida en una de las chozas del Cerro de la Horca, una especie de aldea de cabañas miserables separada del pueblo por un camino de arrecife, hasta que con el paso de los años consiguió ahorrar lo suficiente para comprarse una casita en las afueras del villorrio. Los precios de las casas seguían marcando los límites de la penuria; el que conseguía salir del Cerro, a lo más que llegaba era al arrabal de Marismas, de tal manera que el paso entre la miseria y la pobreza se limitaba al cruce de un camino.

Diego Ramírez, la “Marta”, nació en 1900. Iba como decía él, con el siglo. Su padre, Francisco el “Talega”, era uno más de los desheredados que no tenían más propiedades que la ropa que vestían y una choza que daba cobijo a su familia. Diego le tenía desde siempre un cariño especial a su madre, Consuelo y a su única hermana Esperanza, cuatro o cinco años mayor que él. Con su padre no se llevaba ni bien ni mal porque simplemente no se trataban.

Desde muy niño y a medida que crecía, la madre de Diego se fue dando cuenta de que su hijo era diferente. Su cuerpo frágil y esbelto, y los ademanes femeninos que poco a poco iba mostrando con total naturalidad, confirmaron a la madre los peores presagios para su hijo. Su vida, si Dios no lo remediaba, iba a ser una lucha permanente, no sólo contra las privaciones, sino también contra lo más cruel de la condición humana. Mientras no tuvo edad, su mundo fue el que le fabricaron su madre y su hermana cada día. Él no fue consciente de su diferencia hasta que no empezó a ir a la escuela. Los primeros días, los pasó felizmente en la clase de párvulos de Don Felipe Moraleda, porque era un niño despierto y con ganas de aprender. El problema comenzó para él, cuando un rebaño de mayores del aula de Don Práxedes, el director del colegio, se dio cuenta del peculiar comportamiento de Dieguito, de su forma particular de correr y de saltar y del movimiento acompasado de sus manos. A partir de aquel momento empezó su calvario. A los insultos del rebaño, como si de un juego se tratara, se añadieron los de los más pequeños que repetían como loros lo que escuchaban sin saber siquiera el alcance de la algarabía. El pobre Diego atosigado hasta la histeria, recurría a Don Felipe, pero las palabras de amonestación del maestro de nada sirvieron, hasta que el pobre escolar recurrió a Don Práxedes. A la mañana siguiente, al entrar al colegio, el director reunió en el patio a toda la clase bajo un frio helador, y les largó un discurso de más de media hora sobre las virtudes morales. Desde entonces la vida de Diego dentro de la escuela cambió por completo hasta el día en que decidió dejar de aprender. El rebaño, se tragó el discurso y acepto la autoridad del director dentro de las paredes del colegio, pero se vengó del chivato puertas afuera. Tal fue la presión a la que estuvo sometido Diego, que durante una temporada se encerró en la choza y sólo salía para ir a las clases. Eran los dos únicos lugares en los que encontraba seguridad. A la presión de los niñatos, se unía la de su padre. El “Talega” discutía con su mujer un día sí y otro también sobre como trataban al hijo. Delante del niño, el “Talega” le reprochó más de una vez a Consuelo que estaba educando a Diego como a una niña, y que al paso que iba terminaría por criar un maricón en lugar de un hombre hecho y derecho como eran su padre y todos sus parientes. Una tarde el “Talega” lo mandó a comprar tabaco y como Diego, dominado por el miedo a encontrarse con la cuadrilla, se negó en redondo a cumplir las órdenes de su padre, un segundo no, fue suficiente para que el “Talega” se sacara la correa y pusiera en práctica sobre la espalda del pobre desdichado la terapia que venía anunciando a su mujer desde el momento que creyó ver que su hijo maleaba.

Con el paso del tiempo, Diego se dio cuenta de que no podría hacer nada frente a unas burlas y unas descalificaciones que se habían convertido ya en una costumbre. Al final, para seguir viviendo con cierta libertad y sin sentirse permanentemente vigilado y acosado, terminó por hacer lo que hacían la mayoría de los que se encontraban en su pellejo: seguirle la corriente al personal. A partir de entonces comenzó a representar el papel que una parte de Marismas le había otorgado. Se convirtió en una caricatura de sí mismo. Se creó su propio personaje, el de un mariquita ordinario, simpático, deslenguado y respondón, que a todos divertía, y al que utilizó con el paso de los años para vengarse de alguno de sus acosadores dejándolos en ridículo, riéndose de ellos o levantándoles alguna calumnia delante de la gente y en el momento más inoportuno.

Diego dejó la escuela con apenas quince años, y se fue a trabajar con su hermana Esperanza, que llevaba años pintando casas en el pueblo. Se dedicó a partir de entonces a pintar paredes, al tiempo que en la cabeza iba pintando ilusiones de una vida mejor. Fue en estos años cuando nació el apodo de la “Marta”. Se lo puso a Diego, Doña Maruja, la señora de Don Manuel Urrutia, el propietario con más tierras de todos los contornos. Durante unos días de primavera, Diego y su hermana estuvieron pintando en Sevilla en la casa de unos primos de Don Manuel, adonde habían ido recomendados por Doña Maruja. Cuando regresaron al pueblo la señora los mandó llamar para enterarse de la estancia en Sevilla. Diego que llevaba la voz cantante y que no dejaba nunca hablar a su hermana, no paró de realzar la finura de la prima de Don Manuel. Una señora que parecía una marquesa por las ropas tan elegantes y relucientes que siempre llevaba, por las visitas que recibía y por las salidas que hacía casi a diario. Incluso el último día según relató Diego, la señora fue al teatro acompañada de una amiga de nombre muy rimbombante. Y estaba tan seguro porque escuchó desde el patio como la señora le decía a la doncella, que esa noche iría al teatro con la marta cibelina. Nada más escuchar la dueña de la casa las últimas palabras de Diego, lo calló, y delante de todos los que estaban presentes le dijo:

-¡Ay, Diego! ¡Ay, Diego! Tú sí que eres una marta cibelina. ¡Pero hombre, si la marta es un abrigo!, - a partir de aquel día, Diego Ramírez pasó a la historia y nació para la posteridad Diego la “Marta”.

Cuando su hermana Esperanza se casó con un peón caminero y se fue del pueblo con su marido buscando nuevos caminos, Diego la “Marta” siguió recogiendo calzos y encalando tapias. Tenía su clientela entre lo más estirado de Marismas, aunque la mayor parte del año lo dedicaba a trajinar entre el cortijo y la casa grande de los Urrutia. Unas veces lo llamaba Doña Maruja para lavarle la cara a los caserones y otras lo requería Don Manuel para que divirtiera con sus coplas y con sus chistes salidos de tono, las comilonas que montaba cada vez que se terciaba y a la que invitaba al alcalde, al boticario, al médico y a un surtido grupo de pelotas que acudían a reírle las gracias al señor, a comer de balde y a trasegar por la cara todas las copas a que hubiere lugar.

Cuando llegó la República, la rutina de Don Manuel Urrutia se mantuvo, aunque con más discreción; con el nuevo alcalde ya no pudo contar porque era del partido radical, y con algunos pelotas tampoco porque se habían convertido en republicanos de toda la vida. La “Marta” era de los que acudía siempre a la llamada del potentado para rellenar como un bufón sus horas de rutina, porque para él y para muchos marismeños la pobreza no era compatible con la dignidad.

Durante los años de la República, la agitación social y las huelgas en el campo fueron en Marismas igual de habituales que en otros muchos pueblos de Andalucía. A medida que pasaban los días y los meses, para Diego resultaba más difícil mantener la lealtad pagada por los Urrutia. Cada vez que salía de su casa camino a la casa grande y se encontraba con algún piquete, volvían sus fantasmas escolares, aunque ahora venían acompañados de miradas de odio, de reproches de clase y de amenazas de muerte.

El alzamiento se impuso en Marismas en los primeros días. Un destacamento de regulares al mando de un capitán se encargó de que así fuera. La guerra pasó de largo por los arrabales, pero se quedaron entre las callejuelas la represión y la venganza. Del orden se encargaron el cabo de la guardia civil y el antiguo alcalde. En pocas semanas, el pueblo volvió a ser lo que siempre había sido, y la vida de Diego la “Marta” retornó a sus rutinas, a sus cales y sus brochas. Hasta que una mañana no volvió al trabajo en la casa grande de los Urrutia. Don Manuel mandó a buscarlo. Como no estaba en su casa, mandó llamar a su hermana por si sabía de él. Nadie lo había visto. Nadie sabía por qué se había marchado. Pasaron dos días y no se supo nada; entre la gente del pueblo empezaron los rumores: ¡se ha pasado a los rojos! – decían unos; ¡lo han secuestrado los guerrilleros en la marisma! – decían otros; ¡se ha fugado con un amante! – decían los mal pensantes; ¡se ha ido a América a hacer fortuna! – decían los bien pensados. Así, entre comentarios de buena y de mala fe, pasaron los días de ausencia de Diego la “Marta”, hasta que una tarde llegó al cuartelillo de los civiles un vaquero de la marisma, con el aviso de que había un muerto en la orilla del arroyo Salado, muy cerca de Marismas.

Manuel Visglerio Romero. Diciembre 2010.










jueves, 15 de diciembre de 2011

LOS ALBERINO



Frasco el sepulturero, llevaba más de treinta años a cargo del camposanto y nunca había sentido la preocupación y el miedo que empezó a notar cuando la tormenta, que se había ido acercando poco a poco desde la lejanía, se detuvo sobre el cielo del cementerio. El viento, que estuvo todo el día levantando remolinos de polvo y meciendo de forma violenta los cipreses de la entrada, quedó repentinamente en una tensa e inesperada calma. Una enorme nube negra acabó por devorar los últimos rayos de sol transformando el atardecer en una noche prematura. Apenas tuvo tiempo Frasco para refugiarse en la garita de la entrada y protegerse del diluvio que empezó a caer de forma inmisericorde sobre las tumbas y los nichos, cuando un rayo cegador descendió desde la negrura de las nubes y se precipitó en las cercanías del camposanto acompañado de un estruendo ensordecedor, como si algo hubiera rasgado el firmamento. El sonido atronador y la luz resplandeciente del relámpago, dejaron al guarda paralizado mientras sentía en su garganta los pálpitos del corazón que le latía desbocado fruto del pánico. Lió mal que bien un cigarro porque las manos apenas le respondían por la tembladera, y cuando se disponía a rascar la yesca, un nuevo estampido, que hizo temblar las paredes del cuartucho, acompañó los destellos deslumbrantes de un nuevo rayo que se precipitó con furia sobre las tumbas del cementerio. Cuando Frasco recompuso la vista tras la descarga, pudo entrever tras los cristales de la garita, velados por la oscuridad y por la lluvia, unos reflejos estrellados como si un grupo de luciérnagas escaparan de una de las tumbas entre los escombros del panteón familiar de los Alberino, que había partido en dos la furia de la tormenta.

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Roberto Alberino se había puesto aquella mañana el terno marrón de alpaca fina de las ocasiones especiales y su sombrero de palma. Aunque la alpaca no era lo más apropiado para los calores del final de la primavera, la visita al notario lo requería. Roberto Alberino se acababa de desprender del último patrimonio que le restaba de la herencia familiar: la huerta de la “Higuera”, una pequeña finca de algo más de una fanega, con una casita de muros de piedra y techumbre de tejas, que había vendido por tres mil reales al aparcero que la cultivó desde siempre.

Roberto era el mayor de los cuatro hijos que tuvieron Eduardo Alberino y María de la Cuesta. Marta era la más joven, nació cuando la madre no esperaba otra cosa que los calores del climaterio. Juan y Elena, que eran mellizos, eran diez años mayores que Marta y cinco menores que Roberto, quedaban por tanto en el centro de la saga. La condición de primogénito y la diferencia de edad con sus hermanos, marcaría para siempre el destino de Roberto, porque fue él, el que tuvo que hacerse cargo de las tierras y de los asuntos de la familia cuando el padre murió de forma repentina. Tenía por aquellas fechas casi veinte años, y aunque había sido un muchacho tímido y algo retraído, la desgracia paterna le hizo madurar en poco tiempo.

Los Alberino, sin ser de las familias más ricas del pueblo, habían conseguido con los años atesorar un importante patrimonio. Según contaba el abuelo Alberto, todo se lo debían a un antepasado genovés, del que apenas había quedado memoria de su nombre, que fue el que comenzó a engrandecer desde la nada la hacienda familiar. Roberto, que sacrificó su juventud en el empeño, apenas consiguió ampliarla, pero sí procuró al menos administrarla siempre con prudencia para que el fruto mantuviese a su madre y sus hermanos. Él se hizo cargo personalmente, como lo había hecho hasta entonces ayudando a su padre, de las riendas de la finca familiar “Los Corzos”; algo más de doscientas fanegas de monte bajo a orillas del rio Rocinejo. Un rio que sólo era tal durante el invierno, ya que el resto del año era una herida seca en el monte de alcornoques, zarzas, cardos y lentiscos, donde pastaban un centenar de vacas y algunos caballos y borricos. En “Los Corzos”, los Alberino disponían de un pequeño cortijo, donde Roberto pasaba durante el año largas temporadas, sobre todo en la primavera. En ese tiempo, recorría a lomos de caballo la finca y dirigía al personal en el trasiego del ganado hasta los pozos, en el herradero de los becerros o cuando separaban a los sementales de las vacas. Los frutos de la finca, de un molino de trigo, tres casas en arriendo, un campo de olivos y la huerta de la “Higuera” proporcionaron a la familia rentas suficientes para llevar una vida acomodada y amasar, por añadidura, las dotes de las dos hermanas; del futuro del hermano Juan se encargaría la Santa Madre Iglesia, que lo acogió en el seminario diocesano desde muy joven.

Con el paso del tiempo, la casa familiar se fue aliviando de inquilinos porque a la marcha del hermano pequeño, a los pocos años sucedió la boda de la hermana menor. Marta se casó con un galán de medio pelo, pedestre y poco dado a doblar el espinazo. La última en casarse fue Elena, a la que todos vaticinaban la soltería, porque a ella le correspondió el gobierno de la casa y la atención de la madre y el hermano Roberto, que ya entonces daba trazas de quedarse solterón, dado el poco interés que demostraba por las mujeres. Elena, sin embargo, rompió los vaticinios y terminó casándose a los pocos meses de la muerte de su madre con Felipe Salcedo, un viudo sin hijos, mayor que ella y amigo de toda la vida de su hermano Roberto, al que los esponsales impusieron como inquilino de la pareja, fuera cual fuese la casa marital.

En los años previos, y poco antes de la muerte de Doña María de la Cuesta, la relación entre los hermanos Alberino, comenzó a agriarse. La vida regalada del marido de Marta, era como un pozo sin fondo que se tragaba todas las rentas de su mujer. La propia Marta, acostumbrada desde la cuna a recibir los mimos y los cariños de unos padres mayores que nunca le negaron nada, mantuvo la vida de una dama cortesana rodeada de criadas y sirvientes. Al gasto desaforado de la pareja, se unió la desconfianza. Marta que no cejaba en reclamar cada vez más y más dineros, terminó por reprochar a Roberto el favor que hacía a Elena por mantenerlo. La suspicacia y el desvarío de Marta, perduraron hasta que la muerte de la madre y el reparto de la herencia dejó la cosa resuelta, aunque no acabada como el tiempo terminaría por demostrar. Juan, el hermano cura, renunció a parte de la legítima a favor de sus hermanos y se conformó con la casa del abuelo Alberto y unos cientos de reales para su parroquia. Roberto y Elena se quedaron con la casa familiar, que todo el mundo dio por sentado que terminaría siendo de ella, por mantener el estomago y el guardarropa del hermano solterón. Marta y sobre todo su marido, asediados por las deudas, exigieron la venta del molino, de las casas y de las fincas, porque no querían trozos de tierras sino dinero.

La ejecución de la herencia, supuso una tregua durante unos años hasta el fatídico día de la muerte inesperada de Roberto. Coincidió con el día en que vendió la huerta de la “Higuera”. De regreso de la notaría, al pasar por delante de la puerta del Casino, sintió un dolor agudo en el pecho, tan intenso, que pareció como si le clavaran una daga. Un sudor frio le recorrió la frente. Se le nubló la vista, y después de dar un par de zancadas acabó por caer desplomado sin sentido en la acera. Los socios del Casino que habían presenciado a contraluz la escena por los ventanales, acudieron en su auxilio.

Cuando Elena abrió el portón de la casa y vio a su hermano inerte en brazos de cuatro hombres, casi se desvanece de la impresión. Inmediatamente lo acomodaron en el dormitorio del matrimonio que era el más cercano a la entrada. Mientras esperaban la llegada del médico, Roberto recupero algo la conciencia. La hermana le quitó la corbata y los zapatos y cuando intentó desabrocharle el cinturón para sacarle los pantalones, Roberto, como en un acto reflejo se cubrió sus partes con las manos. Elena insistió pero tuvo que desistir porque a pesar de su estado parecía que Roberto se negaba a dejar al descubierto su intimidad. Elena que achacó al pudor la actitud de su hermano, desalojó la sala y abrió las hojas del balcón para purificar un aire que nada pudo reportar a la recuperación de moribundo, pues cuando llegó el médico sólo pudo certificar su muerte. Lo amortajaron con el mismo traje que llevaba puesto. La alpaca de las ocasiones especiales lo acompañó a la tumba, entre los sollozos de sus dos hermanas y los gorigoris de su hermano el cura.

No habían pasado dos días desde que Roberto Alberino descansaba en el panteón familiar, cuando Marta traspasó el portón de la casa de Elena, exigiendo su parte de la venta de la huerta de la “Higuera”. Como Elena no estaba al tanto de los asuntos de su hermano Roberto, la petición de Marta la dejó desconcertada. Marta pidió, pero Elena no supo darle explicaciones. Marta, alterada, exigió su parte, le habló del notario, del aparcero y de los tres mil reales y como para Elena cada aclaración era un enigma, Marta, indignada por lo que consideraba una burla y un robo, le escupió a la cara la palabra fatídica: !!ladrona!! A partir de aquel día estuvieron sin hablarse más de una década, hasta que Frasco el sepulturero vino con el aviso de que un rayo había partido en dos el panteón de la familia. Cuando Felipe Salcedo llegó al camposanto comprobó el destrozo y se percató con asombro como entre los despojos, los escombros y las tablas carcomidas por la podredumbre de la tumba de Roberto Alberino, brillaban algunas monedas de plata derramadas de una bolsa de cuero ajado, atrapada entre la osamenta y medio chamuscada por el rayo, en cuyo interior se entreveían los restos de lo que un día fueron billetes. La tormenta había dejado al descubierto los dineros de la discordia.

Manuel Visglerio Romero. Marzo 2011.




SOY ASI O AL MENOS ME LO PARECE


Cuando escribo estas palabras estoy frisando los cincuenta. Recuerdo lo mayor que me pareció mi padre cuando llegó al medio siglo y lo joven que ahora me siento. Paradojas de la vida. Soy hijo de un médico rural y de una modista de pueblo. A nadie le debo lo que soy salvo a mi esfuerzo y a ellos. Y supongo que al destino. Pero sobre todo, a Ella. Tuve una infancia feliz y una juventud intensa y apasionante. Trabajo entre hormigones, aceros, escayolas y ladrillos para construir en la tierra los castillos en el aire de la gente. Y me gusta lo que hago.

Una calva enseñorea mi cabeza y unas gafas acompañan mis miradas. Son los rasgos que me identifican. La herencia de mis abuelos. Ella siempre dice que los calvos son calvos por ser viriles ¡Ella me quiere! No soy feo, pero de joven fui guapo, al menos eso dice Ella. Supongo que soy una persona normal. ¡Nadie es perfecto! Salvo los actores que Ella admira y que yo me callo para no oírla.

No soy bueno en casi ninguno de los sentidos que tiene la palabra bueno. Mi maldad, en cambio, es prácticamente la misma de todos los mortales. Mis males son comunes y de todos tengo un poco. En eso soy igual de corriente que todos los hombres corrientes de la tierra. De mis maldades, quizás sea la envidia la que menos me avasalla porque sobre ella señorea siempre mi inefable vanidad. Me gusta pavonearme de lo que hago y como la indolencia arruina mi constancia, en casi todo lo que empecé he terminado por ser un simple diletante. ¡Que de cosas he dejado a lo largo del camino!

No me puede la avaricia, ni me invade la lujuria. Sólo el ansia de la gula y el mal de la tozudez han logrado transportarme a las puertas de la ira. No creo en la caridad, pero creo en la justicia. La prudencia me apacigua. Me conforta la razón y reniego de la fe. ¡No puedo seguir a ciegas lo que no consigo ver! Me asusta la intolerancia, y me asusta el sectarismo. No me gustan los que leen lo que quieren que le escriban. No me interesan los que escuchan lo que desean oír. Ni me agradan los que sólo miran aquello que quieren ver. Todos ellos cuando miran y cuando oyen y ven, ni piensan en lo que dicen, ni escuchan lo que ellos oyen, ni miran lo que ellos ven.

Media vida he dedicado a luchar por cambiar mi tierra. Al final nada ha cambiado. Le han enjuagado la cara; le han maquillado los ojos y la frente, y después de tantos años, ¡es la misma que fue siempre! He luchado en mis batallas y al final perdí mi guerra. Derrotado, persevero como el propio Galileo: ¡eppur si muove! Pero mi tiempo ha pasado. Ya no tengo la esperanza !se quedó por el camino! Me han quedado la familia, y algunos buenos amigos. Para el resto del viaje me basta con mis dos hijos y, sobre todo, con Ella y con el amor.

Manuel Visglerio Romero. Noviembre 2011. 

FACUNDO Y SU MUNDO

Facundo Cabrales siempre había sido un entusiasta de la historia. Le interesaban la Grecia antigua, los autores clásicos y sobre todo la mitología. Tantas horas dedicaba a su estudio, que en el instituto llegó a discutir con el profesor sobre asuntos que ni siquiera venían en el temario. Mientras la mayoría de los alumnos a lo más que llegaban era a leer de vez en cuando los apuntes y la prensa deportiva, Facundo compraba, cada vez que ahorraba cuatro cuartos, revistas especializadas y visitaba la biblioteca municipal para compartir las tardes con algún personaje histórico, o pasear con la imaginación por las calles de una ciudad antigua o por las murallas de una fortaleza. El tiempo que Facundo dedicaba a sus paseos oníricos y a sus lecturas, el resto del personal lo consagraba a aplacar las hormonas detrás de las chavalas, o a contaminarse la sangre dando las primeras caladas a un cigarro. Tanto se apasionó Cabrales con el mundo helénico, que toda su vida comenzó a girar alrededor de sus protagonistas y de sus héroes. Al principio se trató de pequeños detalles. Las lecturas de Homero, por ejemplo, le incitaron a llamar a su perro Aquiles y a su gato Ulises. La obra de Hesíodo fue la causante de que bautizara como Pegaso al jamelgo escuálido que araba las tierras de su padre, y de que mosqueara cada mañana al bedel antes de entrar en clase, al que saludaba con un lacónico: ¡buenos días Cerbero!

Facundo siempre había tenido un buen trato con sus compañeros. Todo el mundo lo consideraba un tipo serio y responsable. Era ocurrente y locuaz, y tenía la virtud de cautivar a un auditorio con cualquier conversación por trivial que pareciera. Pero aquellas cualidades que distinguieron a Cabrales desde sus primeros días en el instituto, cambiaron rotundamente cuando comenzó el último año de bachillerato y Facundo empezó las clases de griego. A medida que iban trascurriendo las semanas y los meses, se transformó en un ser gris y taciturno, que hablaba de Esquilo, de Eurípides y de Sófocles, como si se tratara de unos parientes que pasaran las vacaciones alojados en su casa. Estas rarezas, con el tiempo, acabaron por marginarlo y durante las últimas semanas del último curso, todo el mundo intentó evitarlo para no tener que aguantar sus monsergas sobre Edipo, Electra o Antígona.

Facundo Cabrales y Raimundo Ovejero fueron los únicos del pueblo que continuaron los estudios. Ovejero se matriculó en derecho y Cabrales, como estaba cantado, se inscribió en la Facultad de Filosofía y Letras. Cada mañana llegaban al campus a la misma hora, Facundo en el autobús desde el pueblo y Raimundo caminando desde la casa de una tía que lo acogía durante el curso. Aunque ambos estaban en la Central, apenas se veían, y las pocas veces que coincidían se limitaban a lanzarse en la distancia algún gesto de saludo. La última vez que hablaron, a Ovejero le pareció que la paranoia helénica del instituto seguía acompañando a Cabrales en la universidad y que seguía siendo el mismo tipo raro del bachillerato. Hasta que un detalle sutil lo desconcertó y le anunció lo que vendría más tarde. Estaban en el patio del Rectorado; Facundo le hablaba a Raimundo de las leyes de la Polis porque éste le comentó que acababa de salir de la clase de derecho romano, cuando de repente giró bruscamente el torso y dirigió la mirada al alero del edificio donde acababa de posarse una paloma. Inmediatamente, como el que acaba de hacer un descubrimiento extraordinario, agarró a Ovejero con su mano derecha y mientras con la izquierda indicaba a la cornisa, le dijo: ¡has visto que enorme arpía, Raimundo! Ovejero, desconcertado, le preguntó qué era una arpía, y Facundo, trastornado, se marchó sin decir nada.

A partir de aquel día la mente de Facundo ya no le dio tregua. Una mañana de primavera empezó a llamar la atención de todo el que se cruzaba en su camino. Comenzó muy temprano alertando al jardinero sobre los tritones y las sirenas que nadaban en el estanque de los jardines, y a medida que pasó la mañana su mente se trasladó a otra dimensión, hacía un mundo de faunos sentados en pupitres y de centauros trotando por los pasillos de la facultad. Antes de la última hora dos sanitarios trasladaron a Cabrales desde el paraninfo hasta el frenopático, mientras gritaba: ¡qué hacéis desgraciados, tengo que evitar que abran la caja de Pandora!

Nadie volvió a saber nada de Facundo hasta muchos meses más tarde. Una mañana de invierno se escapó del manicomio. Nadie supo nada de él durante dos días, hasta que un guarda de las ruinas de Itálica lo encontró. Había pasado la noche acurrucado en los arranques de los muros de esquina de una habitación que en tiempo de los romanos perteneció a un magistrado, en cuyo suelo se mostraba un mosaico dedicado a Dionisos.

Cuando lo trasladaron al hospital, miraba de una forma extraña, lo hacía de soslayo con una desconcertante expresión, como la sonrisa pícara de un bufón. Lo más sorprendente de su estado era la erección que mostraba y la densidad y largura del vello de sus piernas.

El médico de urgencias lo reconoció y le realizó todas las pruebas del protocolo hospitalario sin encontrar ninguna patología que explicara el priapismo y el hirsutismo que presentaba, y dado que el paciente no colaboraba en la exploración, porque a todo respondía con una salmodia ininteligible, lo derivaron a la planta de psiquiatría.

Pasados unos días un vecino del pueblo que había ido a visitar a un familiar a la clínica, que era como en el pueblo llamaban al hospital, se encargó de contar a todo el que quiso enterarse que Facundo, el de los Cabrales, ya no sabía quién era, y que según los doctores tenía un trastorno de la personalidad que lo había convertido en un sátiro. ¡Él, con lo serio que había sido siempre!

Manuel Visglerio Romero. Diciembre 2010.


jueves, 1 de diciembre de 2011

LOS ANDALUCISTAS SEGUIRAN SIENDO ANDALUCISTAS

Quiero empezar esta carta, recogiendo una cita utilizada por Joaquín Romero Murube, del escritor romántico francés Teófilo Gautier, que describía la personalidad de la ciudad de Sevilla tras su viaje por Andalucía en 1840: “El recuerdo y la esperanza constituyen la felicidad de los pueblos desgraciados. Y Sevilla es feliz”.
Esta cita podríamos aplicarla sin duda a toda Andalucía. Después de casi treinta años de democracia, aunque generalizar no sea justo, seguimos viviendo el presente. No aspiramos a volver a ser lo que fuimos, como dice nuestro himno, ni luchamos por nuestra tierra y por nuestra libertad, pero sin darnos cuenta seguimos repitiendo nuestra historia. La historia de un pueblo dependiente, que no le importa seguir siéndolo. Como en el siglo XIX, seguimos gritando ”vivan las cadenas” de Fernando VII, muera la libertad de la Constitución de 1812, Entonces el pueblo andaluz sólo quería el mendrugo de pan del presente en lugar del progreso futuro. Hoy, cuando seguimos estando a la cola en renta per cápita, seguimos conformándonos con lo que tenemos, una Andalucía clientelar, subvencionada y dependiente, una Andalucía, con carencias alarmantes en educación, sanidad y desarrollo industrial. ¡Pero Andalucía es feliz!. Nos roban unas elecciones separadas para poder debatir nuestros problemas sin solaparlos con otros, ¡y Andalucía es feliz!. Seguimos votando a un partido durante veinticinco años que nos mantiene a la cola del pelotón o votamos a otro partido, que nos negó las inversiones y la deuda histórica cuando su líder prefirió ser ministro en Madrid, a parlamentario andaluz, ¡pero Andalucía es feliz!.
Después del acoso mediático de las últimas elecciones, en las que sólo han existido dos partidos, dos partidos que han debatido en solitario, dos partidos que han aparecido en la prensa, dos partidos que han acaparado la mayoría de los votos, quienes al final condicionarán las políticas en España, serán los mismos de siempre: los nacionalistas. Pero no todos los nacionalistas; sólo los catalanes, los vascos, los gallegos y los canarios.
Sé que el nacionalismo andaluz ha cometido muchos errores en su historia, pero no más que otras formaciones políticas. Lo triste es que a todas las formaciones políticas se les disculpan sus errores menos a los Andalucista. ¿Qué se le reprocha a un grupo de andaluces, que llevan casi treinta años luchando por su tierra y por sus pueblos, que no se pueda reprochar a los demás?. ¡Indefinición!: la de los que nos gobiernan, la nueva burguesía andaluza, que mientras viven como señores en el entorno del poder, en las instituciones monopolizadas por el PSOE, se presentan ante el pueblo andaluz como sus iguales, trabajadores y trabajadoras que por lo que se ve quieren seguir viviendo el presente. Al final, cuando vengan mal dadas , habrá que decir como Blas Infante: ¿no dicen que el pueblo es sabio?, pues que sepa lo que vota.
El pueblo andaluz ha sido injusto con el andalucismo. Costará Dios y ayuda levantar de nuevo el vuelo. Pero no nos cabe la menor duda: los andalucistas seguirán siendo andalucistas. El recuerdo y la esperanza serán el motor de su lucha y su destino.

Manuel Visglerio Romero. Marzo 2008.

ME NIEGO A SER UNO MAS

Me niego a ser uno más dentro de la masa que, poco a poco, desde todas las tribunas de los poderes mediáticos, se ha ido construyendo en los últimos años. Me resisto con todas mis fuerzas a que todos tengamos que ser del PP o del PSOE. Me rebelo contra los que nos exigen que seamos todos del Madrid o del Barcelona, que tengamos que oír la Ser o la Cope, que tengamos que leer el País o el ABC, que veamos con orejeras la Cuatro o Intereconomía, a seguir incondicionalmente las opiniones de Gabilondo o Jiménez Losantos y otros periodistas áulicos como si del oráculo de Delfos se tratara, me opongo frontalmente a los que no ven más vías que su propia doctrina. Y lo hago porque el que sólo lee lo que quiere que le escriban; sólo escucha lo que quiere oír; o sólo mira lo que quiere ver, generalmente ni piensa lo que dice, ni dice lo que quiere, ni mira lo que ve. Me agota ver como andaluz, que después de más de treinta años de democracia, nuestra tierra siga estando a la cola de casi todas las estadísticas que reflejan los niveles de desarrollo. Me desilusiona ver como nuestra historia decimonónica se repite, como se ha ido construyendo desde nuestras instituciones una nueva forma de caciquismo. Me desilusiona que nuestro pueblo no se resista a que le pidan el carnet del partido para trabajar en, o para nuestros ayuntamientos. Que el pueblo andaluz se conforme con limosnas o subvenciones, que no intente cambiar las cosas, que se deje embaucar con los discursos de que todos harán lo mismo. Me indigno con los políticos que colocan los intereses de sus partidos por encima de los intereses de nuestra tierra; con los políticos que dejan nuestra tierra para aspirar a un ministerio de una España, que nos sigue tratando como una madrastra. Y me indigno con los andaluces que a pesar de todo, los siguen votando. Y no me vale la cita de que cada pueblo tiene los gobernantes que se merece; porque ni yo, ni mis hijos, ni los hijos de mis nietos, ni muchos andaluces como yo, nos merecemos la Andalucía que están perpetrando, o la España que están modelando en la que seguimos estando en el vagón de cola. Y mientras, los andaluces votando lo mismo, con el mismo paro, con el mismo fracaso escolar, pero eso sí: elevando los índices de audiencia para conocer de primera mano lo que opinan Belén Esteban o Antonio David; - ¡porque claro!, ha dicho en la tele Gabilondo, ¿o era María Esperanza Sánchez en la SER?, que ha dicho Chaves que los andalucistas no piensan en Andalucía, y tiene que ser verdad… Que paren el tren que me bajo, y a quien Dios se la dé, que San Pedro se la bendiga.

Manuel Visglerio Romero. Abril 2008.

SEÑALES DE HUMO

SEÑALES DE HUMO

Mi primer recuerdo relacionado con el tabaco son unos anillos de humo que salían de la boca de mi padre y ascendían hacia el techo mientras se iban desintegrando. Parecía como si los Apaches estuvieran haciendo señales de humo con un compás. Era el mismo espectáculo, para mis sorprendidos ojos infantiles, que el de las pompas de agua y jabón traspasando las paredes blancas o estallando en forma de círculos sobre las baldosas rojas del patio, mientras un rayo de sol les dibujaba un minúsculo arco iris en la panza.
Después, el tabaco me ha acompañado hasta hoy mismo y estoy seguro de que me seguirá acompañando, incluso si aprueban una ley que lo prohíba definitivamente. Porque el tabaco, para bien y para mal, ha sido una parte de mi vida y de la muerte. A mi padre, desgraciadamente para mí y, sobre todo para él, se lo llevaron los humos del tabaco antes de tiempo. Todavía lo recuerdo, como si lo estuviera viendo, fumándose un Condal, y luego otro y después otro más. Mi padre y el tabaco eran un desenfreno, una relación apasionada que nunca atendió a razones. Tan apasionada, que a veces la pasión por el tabaco lo llevaba a hacer malabarismos con tres cigarrillos encendidos a un tiempo. Sobre todo cuando se le arrebataban los nervios viendo un partido de fútbol en la televisión.
Ya han pasado más veinte años de su marcha. ¡Cómo pasa el tiempo! En las fotografías de su vida, repasadas ahora, han ido cambiando muchas cosas: los decorados, el vestuario, los años…, menos su mano derecha con los dedos extendidos sosteniendo un humeante pitillo: mi padre en su boda vestido de esmoquin fumando un cigarro; papá la noche de un fin de año fumando un cigarrillo; papá en otra boda, que no era la suya, fumándose un puro; papá en otra foto y con otro cigarrillo…
Recuerdo la manera estoica de plantearse la relación de su vida con el tabaco. ¡Prefiero perder un año de vida antes que dejar de fumar!, nos decía cuando le alertábamos del daño que, de forma palmaria, le estaba provocando aquel hábito. Malhadadamente le fallaron los cálculos y se marchó joven, cuando apenas le faltaban días para cumplir sesenta años. A pesar de todo, afrontó la llamada con entereza y con un desconcertante humor negro. ¡He sacado ya la papeleta rosa!, le decía a los amigos que se preocupaban por su salud, recordando el papel marcado de rosa que avisaba del final en los librillos de liar.
Mi vida, como la suya, ha estado acompañada del sabor, de los aromas y del humo del tabaco, desde aquellos días de mi infancia en que él lanzaba con tanta maestría los anillos de humo que yo contemplaba como una acción portentosa, hasta hoy, cuando han pasado casi ocho meses desde que empecé los trámites para separarme del tabaco y bajarle los humos.
Durante todos estos años, he fumado las más variopintas marcas de cigarrillos, algunas de ellas ya desaparecidas. Empecé a los doce años con los cigarrillos Palmitos, antes de ser propiamente fumador, deslumbrado por su papel negro y su boquilla dorada, que compraba a céntimos con mis amigos antes de entrar en el cine. Se trataba de jugar a ser adultos chupando cigarrillos en la oscuridad. A partir de entonces, de forma esporádica fumaba algún cigarro a escondidas. El estreno propiamente dicho llegó a los catorce años después de un viaje de mis padres a Ceuta durante el verano. Mi padre regresó de la ciudad franca y africana, con un radiocasete y varios cartones de Winston y de Coronas que por entonces no se vendían en la península. Con ellos tomé la alternativa. Entonces fumar o no fumar no era una cuestión de salud, sino de educación y de respeto. Se fumaba con el permiso paterno o se fumaba a escondidas. Lo que sí se empezaba a tolerar, aunque tímidamente, era que la mujer fumase. Pero desde luego tabaco rubio porque el tabaco negro era símbolo de masculinidad y en último término de vicio, algo impropio de una señorita.
Después de aquellos primigenios cigarrillos de origen norteafricano, llegaron los Celtas, los Goya, los Bisonte, los Rex, los 1X2, los HU, los Sombra, los Lola, los Fortuna, los más elegantes Craven “A” y More, y sobre todos ellos, los Ducados y los Chesterfield. Si tuviera que calcular las pesetas y los euros que me he gastado en cajetillas, necesitaría un calendario y una calculadora.
Supongo que todavía queda mucho trecho para que la mente deje de recordarme los cigarros que no me fumo y el cuerpo deje de echarme en cara los cigarros que me he fumado. Al menos eso dicen los que comenzaron la batalla antes que yo. Las leyes no nos valen a los de nuestra generación, hombres o mujeres. Los fumadores de antiguo no podemos vencer al humo por decreto, ¡ni siquiera escarmentamos en carne propia! Es tan férreo el nudo de la nicotina y denso el abrazo del humo que nos envuelve, que para deshacerlos definitivamente tendremos que batirnos con brazo firme y para siempre. Y si desgraciadamente perdiéramos la guerra, la condena será tener que fumar a escondidas para que no nos pillen los guardias. Será como volver a tener catorce años.

Manuel Visglerio Romero. Febrero 2011.