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lunes, 9 de enero de 2012

LA CORRIDA DE FERIA


Las fiestas de Marismas se celebraban durante los primeros días de agosto en honor de la Patrona de la Villa. En el campo de feria habían instalado una plaza portátil. Una de esas plazas de paneles de chapa, con un graderío de tablas livianas, sobre una estructura aún más endeble. La diferencia entre esta plaza y las demás de su clase, era su aspecto exterior. Mientras la mayoría se pintaban de un minio del color de la almagra, la plaza de Marismas había sido decorada con unos repetitivos arcos de medio punto de color rojo asalmonado sobre un fondo pajizo, perpetradas por su autor no se sabe si como reminiscencia de las arcadas de la Maestranza de Sevilla o de la de Ronda.

Cuando el sol alcanzaba el mediodía y se derramaba sobre la tierra del coso prefabricado, la temperatura de las chapas, de las tablas y de la estructura, alcanzaba niveles casi insoportables. Por ese motivo las corridas se celebraban a las ocho de la tarde, para tratar de evitar los efectos de la canícula, aunque a esa hora el calor de los tendidos seguía resultando más que insoportable, incluso a pesar de que el camión de la limpieza regaba la arena dando varias pasadas al redondel.

El empresario había programado cada día de la feria una novillada para la que reclutaba de entre los pueblos de la comarca a jóvenes aficionados con aspiraciones a diestros de postín. El abono se remataba con el espectáculo cómico taurino “El bombero torero”, en el que un grupo de enanos y un novillero venido a nada, hacían las delicias del personal más imberbe. Este divertimento taurino solía tener una parte seria en la que se invitaba a participar a un novillero con proyección o a un torero local.

La estrategia empresarial conseguía llenar el efímero coso de aficionados de todos los pueblos vecinos que asistían para ver las hazañas toreras de sus paisanos y aprovechaban el día de fiesta en el recinto ferial, comiendo poco y bebiendo demasiado.

Ataviados con trajes de luces de alquiler, las futuras figuras del toreo tenían que vérselas con un ganado esquelético, muerto de hambre y con menos casta y bravura que una vaca suiza. Durante las faenas apenas podían hilvanar un par de muletazos. La mayor parte del tiempo la aplicaban en correr detrás del astado.

En el desarrollo de la brega el personal se excitaba dando oles al lidiador compatriota y abucheando los lances del foráneo, de tal manera, que los tendidos, que se zamarreaban como una atracción de feria, eran una continua algarabía de palmas y voces, de risas y broncas.

Aquel año las corridas del abono habían resultado todo un éxito. Por la noche en la caseta de la peña “Los amigos del toro”, los eruditos de la tauromaquia de Marismas, discutían acaloradamente sobre cuál de los diestros, o de algún siniestro que también hubo algún matador zocato, era hasta ese momento el triunfador de la feria. Unos se inclinaban por “Francisco el Lebrijano” y otros por “Gaspar de Utrera”, que en el fondo eran los dos únicos espadas que se habían enfrentado a algo parecido a un novillo bravo. Que si el temple con la izquierda del “Lebrijano” en el primer novillo, no era propio de un novillero de tan pocos años, que si la estocada al último de “Gaspar de Utrera” por si sola ya merecía las dos orejas y el rabo...

Entre copa de fino y copa de manzanilla, analizaban minuciosamente todas las suertes del toreo. Mientras, sentadas en sus sillitas de nea alrededor de una mesa con decoración taurina, las respectivas esposas se morían de pena y aburrimiento enfrentadas a unas copitas de mistela, una tortilla de papas y una ración de gambas, impropias por su poco tamaño, de la caseta con lo más granado de la localidad.

En nada estaban de acuerdo salvo en las fundadas esperanzas de triunfo que tenían puestas en Juan Pérez Escalante, el torero local, al que nadie conocía por este nombre sino por el de “Juanito el Gato”, que en la corrida de cierre de abono haría por primera vez el paseíllo en una plaza de toros de verdad, aunque sólo fuera de quita y pon.

“Juanito el Gato” pertenecía a una de las familias más humildes de Marismas y de todo su contorno. Malvivía con sus padres en una medio choza, en una especie de poblado situado en un cerro a las afueras del pueblo, junto a otras chozas hechas con los mismos palos, con la misma paja y con el mismo barro que su miserable cabaña.

Las pocas perras que Juanito ganaba se las curraba en la marisma llevando a pastar las vacas de “Paco el Largo”. Todo lo que “Paco el Largo” tenia de alto, lo tenía de flojo, de granuja y de sinvergüenza, hasta el extremo de explotar a un pobre diablo que apenas sabía que existían las letras y los números.

En la marisma, además de las vacas que pastoreaba “el Gato” y de los caballos que campeaban en las tierras del común, había varias ganaderías bravas. Cuando Juanito pasaba junto a la cerca de alguna dehesa y veía a los garrochistas guiando a las reses, se hacía ilusiones de matar el hambre matando toros.

Los socios de la peña taurina, sabedores de la afición de Juanito por algún caporal, lo invitaban cada vez que hacían una capea para que practicara el arte de Cúchares y se familiarizara tanto con el capote como con la muleta. “Juanito el Gato”, que aprovechaba las capeas para llenar el buche, se daba sus trazas, y más de una vez, entre revolcón y revolcón de alguna vaquilla resabiada, sacaba algún natural o algún pase de pecho que alimentaba las esperanzas de sus padrinos de tener por fin en Marismas, además de ganaderos de renombre y buenos subalternos y picadores, un torero con empaque y maestría.

Años llevaban detrás de Juanito para que diera el salto de las capeas a una corrida seria, dentro de lo seria que pudiera ser una corrida de aficionados en una plaza fuera de categoría, como era la que se montaba cada año en Marismas. Tanto insistieron sus padrinos que “Juanito el Gato” terminó tragando. Fueron a la empresa y cuando llegaron ya llegaron tarde, ya que el empresario tenía cerrado para ese año todo el elenco. Tuvieron que pagar para Juanito su propio novillo y así persuadieron al promotor taurino. La única pega fue que Juanito haría el paseíllo el último día y en la parte seria de la corrida de los enanos.

Y llegó el gran día para los anales de la tauromaquia marismeña. Mandaron un coche con un mozo de espadas y el traje de luces a la aldea del cerro. El mozo vistió al novillero, le ciño el capote de paseo, lo monto en el coche y lo llevó a la plaza. Tanta expectación levantó el primer paseíllo del primer novillero de Marismas que la plaza de toros estaba repleta hasta la bandera. No faltaba nadie. Presidia el señor alcalde acompañado a ambos lados por el cabo del puesto de la Guardia Civil y el empresario dueño de la plaza.

El espectáculo cómico, taurino y musical, hizo las delicias del respetable, que se partía de risa con los malabarismo y los recortes que al ritmo de la música de una banda destartalada, hacían un caricato vestido de bombero y un grupo de seis enanos, a un becerro con más tiros dados que la diana de un cuartel de artillería. Sólo se distrajo la atención del público cuando “Juanito el Gato” hizo su entrada en el callejón. Se oyó un murmullo en toda la plaza y todos los ojos se dirigieron al pobre aprendiz de torero que, ante las miradas y los comentarios, empezó a sentir en las tripas unos pálpitos que hasta ese día nunca había sentido. Cuando empezaron a temblarle casi imperceptiblemente las piernas, el mozo de espadas se dio cuenta de que a “Juanito el Gato” estaba comenzando a pesarle la responsabilidad de tener que cubrir las expectativas taurinas de tantos aficionados.

Acabaron los enanos de dar capotazos, saltos y piruetas, y la banda de música de pegar pitidos, de aporrear pellejos y de chocar platillos. Se hizo en la plaza el silencio propio de las grandes tardes. Sonó el clarín. Se abrió la puerta del toril y desde la oscuridad apareció un novillo de espectacular estampa y de mejor trapío que fue recibido por el público con exclamaciones de aprobación, y por los padrinos que lo habían pagado, con claros signos de estar satisfechos. Mientras el novillo se hacía a la idea de donde se encontraba dando vueltas al galope por el redondel, la cara de Juanito empezaba a tomar un color parecido al color del mármol de una sepultura. El temblor de las piernas dejó de ser imperceptible y el pálpito de las tripas derivó en diarrea. Quedó petrificado, tieso y demudado. El bicho, mientras tanto, seguía dando vueltas mirando a los tendidos y clavando los pitones en los burladeros.

El respetable expectante empezó a mosquearse al ver que nadie salía a recibir al novillo. Pasó un minuto y pasaron dos y cuando el público se percató de que “Juanito el Gato” no hacia ningún gesto para soltarse de las tablas en las que estaba apalancado, empezó a protestar y a lanzar diatribas:

-¡Torea cobarde!

-¡Fuera, cobarde! ¡fuera!

-¡Cobarde, cagón!

-¡Que devuelvan el dinero!

-¡Eso, eso, que devuelvan el dinero!

Dado que el escándalo iba en aumento y podía degenerar en un problema de orden público, el señor alcalde conminó al cabo de la Guardia Civil y al dueño del coso para que bajasen hasta el callejón y arreglasen de inmediato aquel desaguisado.

Cumpliendo los requerimientos de la autoridad el cabo de los civiles, acompañado de dos números, se acercó a “Juanito el Gato” y le ordenó con entonación militar que empezara la faena bajo la amenaza de llevárselo detenido al cuartelillo. Dado que Juanito no se inmutaba, el cabo insistió:

-¡O sales ahora mismo a torear o te llevo al cuartelillo!

El empresario que se estaba empezando a dar cuenta de que iba a tener que devolver el precio de las entradas en el caso de que la corrida se suspendiera, decidió mediar en el asunto velando por su peculio:

-¡Cabo! ¡De cuartelillo nada! ¡Tiene que torear por cojones!

Y como Juanito seguía sin decir esta boca es mía y sin soltarse de las tablas del burladero, el cabo siguió a lo suyo:

-¡O sales ahora mismo a torear o te llevo al calabozo!

Y el empresario, le reiteraba al cabo:

-¡De calabozo, nada! ¡Tiene que torear!

Tanto insistió el empresario, que llegó un momento en que no dejaba meter baza al cabo de la benemérita:

-¡Aquí no se discute más! ¡Tiene que torear, y punto!

Finalmente, ante la reiteradas exigencias del empresario y ante el miedo de que éste se saliera con la suya, “Juanito el Gato” abrió la boca para mediar en la discusión y acabó espetándole al dueño de la plaza:

-¡Pero vamo a ve!. ¿Pero tú va a mandá má que er cabo?

“Juanito el Gato” se alivió entre rejas toda aquella noche. Los mansos de madrugada salieron a pastar, aunque Juanito no fuese con ellos. El sol como todos los días de agosto amaneció verdeando los campos de arroz de la marisma. Otro año más “Juanito el Gato” tendría que seguir partiéndose la cara con el hambre, y a partir de entonces cada cinco de agosto, volvería a renacer en su memoria la muerte de una ilusión que sería para Marismas el nacimiento de su leyenda.

Manuel Visglerio Romero. Junio 2010.