Todavía
no ha amanecido. Son las seis y media de la mañana. La cara de Lucía, hierática
y dormida, se refleja en los cristales del autobús. Sobre el fondo negro de la
madrugada, la luz apagada del autocar, convierte las lunas en espejos.
Además
de Lucía, desperdigados por los asientos hay otros cuatro pasajeros; tres mujeres y un hombre. A ella no le gusta
sentarse en el asiento del pasillo porque cada vez que sube alguien tiene que
andar moviéndose para no rozar su cara con los pasajeros. Pero eso ahora con la
crisis hace tiempo que no ocurre. En menos de tres años el paro ha ido
consumiendo el pasaje del autocar. A esta hora de la mañana el autobús rueda
sobre el asfalto como si fuera un buque fantasma.
Cuando
se mira en la luna, Lucía se da cuenta de que a pesar de haber estado más de
cinco minutos maquillándose, no ha logrado disimularse las ojeras. Cuando cobre
la paga extra tiene que comprarse un estuche decente y alguna crema.
El
autobús se detiene en la última parada antes de salir a la autopista. El
chirrido de los frenos suena como un lamento. El conductor acciona una palanca
y las puertas se abren acompañadas de un silbido que parece el resoplido de un
enorme animal moribundo.
En
la parada se suben un hombre mayor y una jovencita. A la jovencita Lucía no la
conoce aunque su cara le resulta familiar. El hombre se llama Juan porque el
conductor lo saluda cada mañana por ese nombre. Trabaja de guarda en un almacén
o en algo parecido. El saludo de los dos hombres es toda la conversación que se
escucha cada mañana. Los demás pasajeros actúan siempre como autómatas. Suben
en silencio, pagan en silencio su billete y se acomodan callados en sus asientos.
El guarda es el único pasajero que sale a esas horas del trabajo. Es el único
que a esas horas no acaba de levantarse.
La
chica joven viene envuelta en un abrigo de punto y tiene puestas unas mallas
negras que no le favorecen en nada porque tiene un culo enorme. Lucía no se lo
ve pero lo intuye bajo el tejido de punto del abrigo. Para ella está claro que
algunos jóvenes no tienen ningún sentido del ridículo.
En
el carril de incorporación a la autopista el conductor no frena y un Opel lo
adelanta dando ráfagas y tocando insistentemente el claxon. El autobús le
responde con la luz larga, y entonces el conductor del Opel saca el brazo y
pone los cuernos. El conductor del autobús emite un gruñido. Algunas cabezas se
asoman alertadas al pasillo mirando hacia adelante.
Cuando
Lucía ha visto el coche se ha acordado de Paco. Él tiene un Opel como el que
acaba de pasar al autobús. El color no sabe si es el mismo porque es de noche y
de noche todos los coches son del mismo color.
Alguien
comenta el gesto de los cuernos y Lucía vuelve a acordarse de Paco porque ese
gesto es muy propio de él, pero ese gesto no lo ha hecho Paco porque Lucía acaba
de dejarlo acostado roncando como un desesperado.
Cuando
ha pensado en los ronquidos de Paco, Lucía se da cuenta de que nunca ha oído a
nadie que ronque de la manera que lo hace su marido. Su padre y su hermano
Martín roncaban pero no de la manera tan estruendosa de Paco. La verdad es que
tampoco ha tenido a nadie tan cerca para escuchar sus ronquidos porque en su
vida sólo se ha acostado con un hombre. A lo mejor si le hubiera puesto los cuernos
a Paco podría decir otra cosa.
El
conductor del autobús toca el claxon por alguna razón pero nadie se da cuenta
del motivo. Adelanta a un camión cargado de tablones de madera y regresa al
carril de la derecha. El conductor conecta la radio y se oye por los altavoces a
alguien cantando una canción en inglés. El volumen de la música es muy bajo; casi
no se escucha por culpa del motor. A Lucía le da igual el volumen porque de
todas formas no entiende nada de inglés. Si Paco hubiera seguido con el inglés,
Lucía está convencida de que no estaría parado y tirado todo el día en el sofá.
El
autobús alcanza a un camión frigorífico. Por el tubo de escape va soltando un
humo blanco denso y turbulento. Cuando el autobús lo pasa Lucía lee en la banda
del camión que los pollos de Avicosa son los mejores del mundo. No sabe porqué,
pero en ese momento se acuerda de Marta, la cuñada de su hermano Martín. Marta
dice con una rotunda seguridad que su marido ronca más que Paco. Seguramente se
ha acordado de Marta por una asociación de ideas entre el humo, el tabaco y los
ronquidos.
Lucía
no se explica cómo algunas personas pueden hablar con tanta seguridad de lo que
no saben. Ni por qué los males de Marta y su familia tienen que ser peores que
los del resto de la humanidad. Y entonces se dice a sí misma para convencerse
que la cuñada de Martín no puede saber cómo ronca Paco porque no se acuesta con
él todas las noches.
Cuando
Lucía se da cuenta de sus pensamientos se estremece y presiente que Paco puede haberse liado con la imbécil de Marta. Niega
maquinalmente y contempla en la luna el balanceo de su cabeza. Lucía sabe que
no es posible que Paco esté liado con Marta, porque la cuñada de Martín es muy
escrupulosa y le dan asco los hombres que fuman y beben. Y Paco bebe y fuma. Fuma
muchísimo y bebe demasiado, aunque él nunca lo reconoce. Ella sabe lo de los
escrúpulos de Marta porque una vez le oyó decir que ella era más escrupulosa
que nadie, aunque ahora no recuerda dónde ni cuándo.
El
sonido de un móvil rescata a Lucía de los escrúpulos de Marta y hace que algunas
cabezas vuelvan a asomarse alertadas al pasillo mirando hacia atrás. El móvil
es de una mujer mayor que siempre se sienta en la parte trasera. La mujer se
duerme apenas arranca el autobús y alguna vez Lucía ha tenido que despertarla al
final del trayecto. Como estaba dormida le cuesta encontrar el móvil en el
bolso. Cuando contesta lo hace en voz alta y todos se enteran de que a la
señora no le agrada que la llame su hija a esas horas para preguntar por unas
bragas negras. Lucía, sin decírselo, le da la razón a la mujer del móvil porque
a ella le pasa lo mismo con su propia hija.
¡No
saben dónde están las cosas porque no las buscan! Es lo que le diría a esa
señora si la conociera de algo. Pero sólo la conoce del autobús y de haberla
visto alguna vez en algún lugar del pueblo; seguramente en el supermercado o en
el ambulatorio. En otro lugar es difícil haberla visto porque ella casi nunca sale
de casa.
Mientras
Lucía está intentando recordar en qué lugar vio a esa mujer, el autobús sale de
la autopista y se para en el primer semáforo que se encuentra a la entrada de
la ciudad. A Lucía le parece mentira, pero todas las mañanas el autobús se para
en el mismo semáforo. Al conductor parece que le da igual, pero Lucía piensa
que si condujera Paco el autobús ya estaría blasfemando, porque Paco tiene muy
poca paciencia.
Como
algo instintivo, cuando el autobús reanuda la marcha, Lucía se inclina sobre el
asiente contiguo y mira a través del pasillo la larga avenida de entrada
salpicada a todo lo largo de luces rojas y verdes y de destellos de faros. La
ciudad está empezando a despertarse y los coches le parecen a Lucía la
marabunta de un gigantesco hormiguero.
El
autobús vuelve a pararse en un semáforo. Lucía sabe, porque un día lo comentó
el conductor lamentándose, que en la avenida si te encuentras el primer
semáforo en rojo terminas parándote en casi todos. En el último semáforo antes
de que el autobús gire a la izquierda y se encamine hacia la estación, un
hombre negro con reflejos de luz verde, se agacha sobre una bolsa y saca entre
las manos una pila de pañuelos de papel. A Lucía le dan pena los negros; pero
eso no lo dice delante de Paco, porque Paco empieza a despotricar contra los
negros y contra los moros, como si los negros y los moros tuvieran la culpa de
que él esté todo el día tumbado en el sofá.
El
autobús entra en una rotonda y rodea una fuente desecada; gira a la izquierda y
enfila hacia la embocadura de la estación que es un enorme portalón de madera abierto
y un túnel oscuro. El portalón y el túnel son como la boca y las fauces de un
monstruo devorador de autobuses. Al traspasar el pasadizo todos comienzan a
levantarse de sus asientos antes de que el autobús llegue a su dársena. Es algo
instintivo, siempre ocurre lo mismo, parece como si el pasaje huyera de una
prisión ambulante. En el andén, al ritmo
de la hora punta, la gente se esquiva y se atropella por la prisa. Unos corren
buscando su embarque y otros bajan de los autobuses con urgencia como si algo
fuese a explotar a sus espaldas. Al fin los frenos del autobús de Lucía chillan
anunciando la llegada y se oye el resoplido de las puertas al abrirse como si
el autobús suspirara vencido por la fatiga. El aire es frio y el paisaje denso
a causa del humo de los tubos de escape. Lucía camina por el andén hacia la
salida. Otro día amanece.
Manuel Visglerio Romero - Febrero 2012