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viernes, 30 de marzo de 2012

LA ESPERA




Podría escribir una
y mil veces tu nombre
sobre una pared blanca,
enjalbegada.
Esperar tu recuerdo
y tu regreso,
esperar tu llegada.
Aguardarán
mis labios tu voz,
mis ojos tu mirada,
mi olfato tu perfume,
mi oído tu llamada.
Y cuando mi piel
sobre tu piel descanse,
quedaremos los dos
junto a la cal,
compartiendo la luz,
la tierra
y la mañana.
Junio 2.010

jueves, 29 de marzo de 2012

PASIÓN DECEPCIONADA


Era Jueves Santo. Llevábamos más de doce horas caminando por las calles de Sevilla. Apenas nos habíamos sentado un par de veces; una vez para almorzar y otra para tomarnos un café, por supuesto en una terraza, pendientes del  bullicio de la calle. Sobre todo él, que ni siquiera mientras comíamos dejaba de estar pendiente de todo. Y aunque estábamos sentados frente a frente, apenas me miraba a la cara porque sus ojos permanecieron siempre alerta de cualquier detalle. Una mujer con mantilla, un nazareno, un músico con uniforme de gala, el escudo de solapa del señor que se sentaba a nuestro lado. Todo lo que sucedía en la Semana Santa giraba a su alrededor, incluso la dieta estaba condicionada. Espinacas con garbanzos, patatas con chocos, calamares a la riojana y tarbinas de bacalao, formaban parte de su exclusivo menú, rematado con pestiños y torrijas, del que él jamás se desviaba desde el miércoles de ceniza. Y claro, el recetario lo dirigía inevitablemente a un reducido y selecto grupo de bares planificados después de muchos años de búsqueda. Sólo estuve con él de pascuas a ramos. En nuestro caso el dicho se aplicó casi con exactitud, porque lo conocí un Domingo de Gloria y nos despedimos aquel Jueves Santo. Durante ese año me fue mostrando las pinceladas de su fervor cofrade. Vivía sólo con su madre viuda en un piso antiguo en el que no  faltaba un detalle cofradiero: desde el Dios bendiga esta casa de la puerta de entrada, hasta la colección multicolor de figurillas de barro con las distintas ropas de nazarenos, y las numerosas fotografías, repartidas por todo el piso, de todos los Cristos y  las Vírgenes de su devoción. Recuerdo que su señora madre, me puso sobre aviso de sus manías cuando su hijo empezó a querer identificarme todos las insignias de su colección de hermandades.
-          ¡Niño hijo, no atosigues a la muchacha con tus historias!
Creo que aquello lo dijo la primera vez, de las pocas veces que estuve en la casa. Me resultó una mujer muy sencilla y muy simpática. Y también recuerdo que a su hijo no le agradaban para nada los comentarios que me hacía sobre sus aficiones.
-      Niña hija a ver si tu eres capaz de quitarle los santos de la cabeza que a mí ya me tiene “jartita” con tanto santo y con tanto pito. Que no he visto más que le gusta una marcha.
Y tenía razón, porque aunque al principio parece que le dio algún reparo, a partir de la segunda vez que salimos juntos no hubo una vez que nos montásemos en su coche que no colocara un disco con marchas procesionales. ¡Incluso en agosto viajamos a la playa bajo los acordes de Amargura y los Campanilleros!
Después vinieron los cultos, los traslados, los viacrucis y otra vez los traslados y otra vez los cultos, y otra vez los viacrucis y los ensayos de las cuadrillas de costaleros. Y que si este capataz es el mejor de Sevilla. Y que si vamos a los ensayos de la banda del paso de misterio de tal hermandad que tiene un cornetín que te pone los pelos de punta. Que mañana no salgo porque tengo que escuchar el pregón del costalero o la exaltación de la saeta. Y después el pregón general. Y después el domingo de ramos y visitar todas las iglesias, basílicas y capillas, para ver a todos los Cristos y todas las Vírgenes de Sevilla. Y siempre el olor a incienso que tenía cosido a la ropa como si tuviera colgado un botafumeiro del techo de su habitación. Todo lo aguanté porque me había hecho tilín. Y todas las pruebas las fui superando hasta la estampida de la madrugá. El muy sinvergüenza, cuando vio llegar la marea humana me soltó de la mano y me dejó desvalida e indefensa frente a la marabunta. Aquello, aparte del susto y del disgusto, me costó un esguince de tobillo. Desde entonces no lo he vuelto a ver. Él me llamó a los pocos días, pero yo me negué a contestar a sus llamadas. Una puede pasar por tener un novio capillita, pero tener un novio capillita, cobarde, desconsiderado y descortés, es mucho más de lo que mis sentimientos pueden llegar a soportar. Para un personaje así, me quedo con Harrison Ford, que por lo menos es guapo y valiente, aunque sea inalcanzable. Bueno, eso nunca se sabe.
Manuel Visglerio Romero - Abril 2011

martes, 20 de marzo de 2012

EL AUTOBÚS



Todavía no ha amanecido. Son las seis y media de la mañana. La cara de Lucía, hierática y dormida, se refleja en los cristales del autobús. Sobre el fondo negro de la madrugada, la luz apagada del autocar, convierte las lunas en espejos.
Además de Lucía, desperdigados por los asientos hay otros cuatro pasajeros;  tres mujeres y un hombre. A ella no le gusta sentarse en el asiento del pasillo porque cada vez que sube alguien tiene que andar moviéndose para no rozar su cara con los pasajeros. Pero eso ahora con la crisis hace tiempo que no ocurre. En menos de tres años el paro ha ido consumiendo el pasaje del autocar. A esta hora de la mañana el autobús rueda sobre el asfalto como si fuera un buque fantasma.       
Cuando se mira en la luna, Lucía se da cuenta de que a pesar de haber estado más de cinco minutos maquillándose, no ha logrado disimularse las ojeras. Cuando cobre la paga extra tiene que comprarse un estuche decente y alguna crema.
El autobús se detiene en la última parada antes de salir a la autopista. El chirrido de los frenos suena como un lamento. El conductor acciona una palanca y las puertas se abren acompañadas de un silbido que parece el resoplido de un enorme animal moribundo.
En la parada se suben un hombre mayor y una jovencita. A la jovencita Lucía no la conoce aunque su cara le resulta familiar. El hombre se llama Juan porque el conductor lo saluda cada mañana por ese nombre. Trabaja de guarda en un almacén o en algo parecido. El saludo de los dos hombres es toda la conversación que se escucha cada mañana. Los demás pasajeros actúan siempre como autómatas. Suben en silencio, pagan en silencio su billete y se acomodan callados en sus asientos. El guarda es el único pasajero que sale a esas horas del trabajo. Es el único que a esas horas no acaba de levantarse.
La chica joven viene envuelta en un abrigo de punto y tiene puestas unas mallas negras que no le favorecen en nada porque tiene un culo enorme. Lucía no se lo ve pero lo intuye bajo el tejido de punto del abrigo. Para ella está claro que algunos jóvenes no tienen ningún sentido del ridículo.
En el carril de incorporación a la autopista el conductor no frena y un Opel lo adelanta dando ráfagas y tocando insistentemente el claxon. El autobús le responde con la luz larga, y entonces el conductor del Opel saca el brazo y pone los cuernos. El conductor del autobús emite un gruñido. Algunas cabezas se asoman alertadas al pasillo mirando hacia adelante.
Cuando Lucía ha visto el coche se ha acordado de Paco. Él tiene un Opel como el que acaba de pasar al autobús. El color no sabe si es el mismo porque es de noche y de noche todos los coches son del mismo color.
Alguien comenta el gesto de los cuernos y Lucía vuelve a acordarse de Paco porque ese gesto es muy propio de él, pero ese gesto no lo ha hecho Paco porque Lucía acaba de dejarlo acostado roncando como un desesperado.
Cuando ha pensado en los ronquidos de Paco, Lucía se da cuenta de que nunca ha oído a nadie que ronque de la manera que lo hace su marido. Su padre y su hermano Martín roncaban pero no de la manera tan estruendosa de Paco. La verdad es que tampoco ha tenido a nadie tan cerca para escuchar sus ronquidos porque en su vida sólo se ha acostado con un hombre. A lo mejor si le hubiera puesto los cuernos a Paco podría decir otra cosa.
El conductor del autobús toca el claxon por alguna razón pero nadie se da cuenta del motivo. Adelanta a un camión cargado de tablones de madera y regresa al carril de la derecha. El conductor conecta la radio y se oye por los altavoces a alguien cantando una canción en inglés. El volumen de la música es muy bajo; casi no se escucha por culpa del motor. A Lucía le da igual el volumen porque de todas formas no entiende nada de inglés. Si Paco hubiera seguido con el inglés, Lucía está convencida de que no estaría parado y tirado todo el día en el sofá.
El autobús alcanza a un camión frigorífico. Por el tubo de escape va soltando un humo blanco denso y turbulento. Cuando el autobús lo pasa Lucía lee en la banda del camión que los pollos de Avicosa son los mejores del mundo. No sabe porqué, pero en ese momento se acuerda de Marta, la cuñada de su hermano Martín. Marta dice con una rotunda seguridad que su marido ronca más que Paco. Seguramente se ha acordado de Marta por una asociación de ideas entre el humo, el tabaco y los ronquidos.
Lucía no se explica cómo algunas personas pueden hablar con tanta seguridad de lo que no saben. Ni por qué los males de Marta y su familia tienen que ser peores que los del resto de la humanidad. Y entonces se dice a sí misma para convencerse que la cuñada de Martín no puede saber cómo ronca Paco porque no se acuesta con él todas las noches.
Cuando Lucía se da cuenta de sus pensamientos se estremece y presiente que Paco  puede haberse liado con la imbécil de Marta. Niega maquinalmente y contempla en la luna el balanceo de su cabeza. Lucía sabe que no es posible que Paco esté liado con Marta, porque la cuñada de Martín es muy escrupulosa y le dan asco los hombres que fuman y beben. Y Paco bebe y fuma. Fuma muchísimo y bebe demasiado, aunque él nunca lo reconoce. Ella sabe lo de los escrúpulos de Marta porque una vez le oyó decir que ella era más escrupulosa que nadie, aunque ahora no recuerda dónde ni cuándo.
El sonido de un móvil rescata a Lucía de los escrúpulos de Marta y hace que algunas cabezas vuelvan a asomarse alertadas al pasillo mirando hacia atrás. El móvil es de una mujer mayor que siempre se sienta en la parte trasera. La mujer se duerme apenas arranca el autobús y alguna vez Lucía ha tenido que despertarla al final del trayecto. Como estaba dormida le cuesta encontrar el móvil en el bolso. Cuando contesta lo hace en voz alta y todos se enteran de que a la señora no le agrada que la llame su hija a esas horas para preguntar por unas bragas negras. Lucía, sin decírselo, le da la razón a la mujer del móvil porque a ella le pasa lo mismo con su propia hija.
¡No saben dónde están las cosas porque no las buscan! Es lo que le diría a esa señora si la conociera de algo. Pero sólo la conoce del autobús y de haberla visto alguna vez en algún lugar del pueblo; seguramente en el supermercado o en el ambulatorio. En otro lugar es difícil haberla visto porque ella casi nunca sale de casa.  
Mientras Lucía está intentando recordar en qué lugar vio a esa mujer, el autobús sale de la autopista y se para en el primer semáforo que se encuentra a la entrada de la ciudad. A Lucía le parece mentira, pero todas las mañanas el autobús se para en el mismo semáforo. Al conductor parece que le da igual, pero Lucía piensa que si condujera Paco el autobús ya estaría blasfemando, porque Paco tiene muy poca paciencia.
Como algo instintivo, cuando el autobús reanuda la marcha, Lucía se inclina sobre el asiente contiguo y mira a través del pasillo la larga avenida de entrada salpicada a todo lo largo de luces rojas y verdes y de destellos de faros. La ciudad está empezando a despertarse y los coches le parecen a Lucía la marabunta de un gigantesco hormiguero.
El autobús vuelve a pararse en un semáforo. Lucía sabe, porque un día lo comentó el conductor lamentándose, que en la avenida si te encuentras el primer semáforo en rojo terminas parándote en casi todos. En el último semáforo antes de que el autobús gire a la izquierda y se encamine hacia la estación, un hombre negro con reflejos de luz verde, se agacha sobre una bolsa y saca entre las manos una pila de pañuelos de papel. A Lucía le dan pena los negros; pero eso no lo dice delante de Paco, porque Paco empieza a despotricar contra los negros y contra los moros, como si los negros y los moros tuvieran la culpa de que él esté todo el día tumbado en el sofá.  
El autobús entra en una rotonda y rodea una fuente desecada; gira a la izquierda y enfila hacia la embocadura de la estación que es un enorme portalón de madera abierto y un túnel oscuro. El portalón y el túnel son como la boca y las fauces de un monstruo devorador de autobuses. Al traspasar el pasadizo todos comienzan a levantarse de sus asientos antes de que el autobús llegue a su dársena. Es algo instintivo, siempre ocurre lo mismo, parece como si el pasaje huyera de una prisión ambulante. En el  andén, al ritmo de la hora punta, la gente se esquiva y se atropella por la prisa. Unos corren buscando su embarque y otros bajan de los autobuses con urgencia como si algo fuese a explotar a sus espaldas. Al fin los frenos del autobús de Lucía chillan anunciando la llegada y se oye el resoplido de las puertas al abrirse como si el autobús suspirara vencido por la fatiga. El aire es frio y el paisaje denso a causa del humo de los tubos de escape. Lucía camina por el andén hacia la salida. Otro día amanece.
Manuel Visglerio Romero - Febrero 2012