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miércoles, 29 de febrero de 2012

DON RUFINO




Don Rufino era la persona más respetada de Marismas, no sólo por sus conocimientos, que no estaban al alcance de cualquiera de los lugareños, sino por su bondad y su exquisito trato. Se daba además el caso de que casi todos los hombres adultos del pueblo, o bien habían coincidido con él en la escuela cuando su padre, Don Práxedes era maestro, o bien habían sido después discípulos suyos. Y si unos tenían que agradecerle el haberles llenado las entendederas de lo poco o mucho que llegaron a saber, había otros que debían su gratitud a que más de una vez llenaron las tripas gracias al maestro. Por eso algunos, cuando tenían un problema personal al que no sabían hacer frente acudían  a Don Rufino que siempre tenía las palabras adecuadas para cada caso. Las palabras una veces eran de consuelo cuando se trataba de cuestiones del espíritu, otras de consejo en los casos terrenales y otras, que eran las menos, de bronca y amonestación cuando alguien traspasaba en sus encuentros, como decía Don Rufino,  los límites de la educación, del decoro, o de la urbanidad y empezaba a desbaratar sobre la condición de algún vecino o de algún conocido.
Don Rufino, que ya estaba cerca de jubilarse y de dejar de educar a los hijos de cuyos padres hacía de consejero, cuando terminaba alguna de estas citas, se quedaba sentado en el sillón de su despacho echándole cuentas a la vida. Unas veces recordaba a su padre Don Práxedes, sentado en la mesa del profesor, y a su madre Doña Lola, sirviéndole el desayuno que cada día le bajaba desde la casa rectoral a la hora del recreo. Otras veces, rememoraba a los amigos de la infancia con los que compartió juegos y alegrías. Pero había un personaje que siempre acudía en sus ensoñaciones. Era Paquito Ramírez, un niño moreno, endeble y falto de salud, con el pelo rizado y unos grandes ojos color castaño que siempre miraban con una mirada triste. Fue su primer compañero de pupitre. Era uno de los niños más pobres de la clase, y su indumentaria lo iba proclamando cada mañana al entrar en el aula. Siempre la misma ropa remendada y grande, heredada de algún hermano, o recogida de la caridad ajena. Con Paquito conoció lo que era el hambre y al acabar su corta vida comenzó a tener conciencia de la muerte. Más de una mañana, mientras su padre comenzaba a dar una lección, Paquito sufría un desmayo y caía inerte en el suelo, formándose el correspondiente revuelo entre la chiquillería. Don Práxedes lo tomaba en sus brazos y saliendo con urgencia de la clase lo subía a la vivienda, donde las atenciones de Doña Lola y un buen vaso de leche caliente hacían ese día el efecto reparador que el cuerpo de Paquito, como el de muchos otros compañeros, necesitaba cada día y a los que el sueldo de un maestro no podía atender. Paquito murió ese invierno de unas malas fiebres, fruto del frio, de la humedad y de la poca comida, y aunque Don Rufino estuvo sentado con él en el pupitre apenas tres meses, su ausencia, desde entonces, le dejó grabada en la memoria el hambre de los pobres, la muerte y las injusticias de la vida en uno de tantos pueblos de Andalucía como era Marismas.
Manuel Visglerio Romero - Abril 2010

viernes, 24 de febrero de 2012

MARUJAS FOR EVER


      Habían quedado las tres en la cafetería de el Corte Inglés de la Plaza del Duque para ir de compras porque a Isabel y a Carmen, que trabajaban en Torre Triana, les convenía dejar el coche en el aparcamiento de los grandes almacenes y salir después de allí hacía el pueblo, sin tener que volver a la Consejería. Lola no había puesto inconveniente en el lugar del encuentro porque ella daba clases en el Instituto Velázquez que estaba muy cerca de la cafetería.
      Hacía casi un mes que no se veían, por eso cuando Lola traspasó el vano de la puerta de la cafetería, las dos amigas, que llevaban un buen rato sentadas esperándola, comenzaron a hacer aspavientos para llamar su atención y se incorporaron de las sillas para recibirla entre abrazos y roces de mejillas:
      - ¡Ay, perdonadme el retraso, pero es que tenía un examen y no he podido salir antes!
      - ¡No te preocupes Lola porque acabamos de llegar hace cinco minutos! – la tranquilizó Isabel, al tiempo que le daba un repaso de arriba abajo mientras se besaba con Carmen.
      - ¡De cinco minutos nada, querida, que llevamos ya aquí casi veinte minutos y el camarero ha venido ya dos veces! – rectificó Carmen a Isabel, mientras examinaba también con la mirada el trasero de la recién llegada, al quedar detrás del abrazo de sus dos amigas.
      Lola soltó el bolso y el abrigo en la misma silla donde estaban los de sus compañeras y se sentó a la mesa entre ambas. Casi al instante de acomodarse se acercó a la mesa un camarero, tan de improviso, que las tres se sobresaltaron. Parecía que había estado al acecho esperando impaciente que acabara la escena del recibimiento. Era un hombre joven con apenas veinticinco años. El uniforme de pantalón negro y chaquetilla verde con solapas blancas le daba un aspecto aún más juvenil..
      - ¡Buenas tardes! ¿Qué van a tomar las señoras? – interrogó el camarero con el bolígrafo en posición sobre el bloc de notas.
      - Yo quiero una ensalada mixta y una Coca-cola Zero. Si no tienen Coca-cola Zero, me pone una Coca-cola Light y si no, agua – pidió Isabel con determinación sin ni siquiera consultar la carta que tenía sobre la mesa.
      - A mí me va a poner dos rodajas de merluza a la plancha y agua también – eligió Carmen al tiempo que se giraba hacia Lola para verla pedir su plato.
      - Pues yo prefiero el menú número seis con una cerveza de las grandes – dijo Lola.
      - ¿Con ensalada o con patatas fritas quiere la señora las chuletas y los huevos? – preguntó el camarero.
      - ¡Con patatas, con patatas! – eligió Lola sin dudar un instante.
Isabel y Carmen intercambiaron una mirada cómplice. Carmen pensó:
      - ¡Y después dirá que no tiene el culo gordo!
      El camarero recogió las cartas y cuando apenas se había dado la vuelta para dirigirse a la barra a pedir la comanda, Lola agachando el torso sobre la mesa le dijo en voz baja a las amigas:
      - Queridas, yo sé que estoy muy gorda pero no me resisto – dijo Lola con cara de resignación-. ¡Ya estoy harta de las dietas y de comer tanta hierba! – dijo Lola con cara de resignación.
      - Lola, hija, tú gorda gorda, lo que se dice gorda no estás, estas llenita – quiso conformarla Isabel hipócritamente porque en el fondo no era lo que pensaba -  ¡Gorda estoy yo! Y mira que nada más que como ensaladas! Yo me tomo el plato que te vas a comer tú y me tenéis que ingresar.
      - ¡No exageres Isabel! – le rectificó Carmen.
      En ese momento interrumpió el camarero la animada charla gastronómica para servir el pan y colocar los cubiertos al tiempo que se dirigía a Isabel.
      - Señora, la Coca-cola que tenemos es normal. ¿Quieren el agua con gas o sin gas?
      - ¡Con gas no hijo, que vamos a salir volando! –le recriminó Carmen que esperó a que volviera a la barra para decir con retranca a las amigas:
      - ¡Señora, señora, señora…, coño, que todavía no ha cumplido una los cuarenta!
      - ¡Sí hija, sí! Tú sí has cumplido ya los cuarenta. Nosotras no – dijo Isabel.
      - ¡De eso nada! – porfió Carmen.
      - ¡Carmen hija, que tú eras repetidora cuando entramos nosotras dos en el instituto! ¿O ya no te acuerdas? – le largó Lola sin miramientos.
      - ¡Bueno vale! Pero eso no es motivo para que los niñatos estos la traten a una como una vieja.
      - En eso estamos de acuerdo, Carmen… – dijo Lola, que se calló de golpe porque el camarero se acercaba con las bebidas.
      - ¿La señora quiere la carne en su punto? –preguntó el barman a Lola.
      - La señora quiere la carne con arreglo a su edad, es decir: ¡tierna y en su punto, jo-ven-ci-to! – le espetó a la cara arrastrando las sílabas, mientras el joven camarero se sonrojaba camino de la barra.
      - ¡Lola hija, no seas tan borde que el chaval hace su trabajo! – le dijo Isabel. Además, a partir de ahora es lo que nos queda. ¡El otro día me pasó lo mismo con el tutor de Elenita, un profesor jovencito monísimo!
      - Guapo el suplente que ha llegado esta mañana al Velázquez para suplir al de informática, eso sí que es un hombre guapo y no mi marido –le refutó Lola mientras Carmen se llevaba las manos a las sienes y las llamaba al orden.
      - ¡Callaros ya, por favor, que parecéis dos Marujas!
      - ¡Maruja es lo que yo quisiera ser y no haber estudiado una carrera! – dijo Lola. Porque, a ver, ¿para qué me ha servido a mí estudiar? Para estar hecha una esclava. ¡Que me rio yo de la liberación de la mujer!
      - ¡Hombre Lola – le recriminó Carmen-, no digas esas barbaridades donde te oigan, que tu marido es un alto cargo de la Consejería de Igualdad!, y además porque no tienes razón. Las mujeres estamos ahora como nunca hemos estado. Yo he estudiado dos carreras y no me arrepiento de nada.
      - ¡Coño Carmen – contraatacó Lola mientras el camarero se acercaba a la mesa-, parece que no conoces a Paco! Mucha Consejería y mucha igualdad, y mucho día de la mujer trabajadora, pero en mi casa no hace ni el huevo. ¡Como tu marido y como el de esta! ¿O me vas a decir que Luis se desvive en tu casa?
      El camarero se acercó a la mesa con los servicios y las tres se quedaron observándolo hasta que terminó de colocar el último plato, cuando se marchó Carmen con los cubiertos en las manos como si fuese a iniciar un combate señaló a Lola con la punta del cuchillo y le dijo:
      - ¡En lo de los maridos tienes razón, Lola! Y no te la voy a quitar, es verdad que muchas conquistas de la mujer han sido posibles a pesar de los hombres. Pero las cosas han cambiado mucho. Los avances nos han ayudado a disponer de más tiempo para nosotras. Y desde luego tenemos una libertad que no tuvieron nuestras madres. ¡Nosotras nos hemos liberado!
      - ¿Liberadas? –cuestionó Isabel a Carmen. ¡Pues vaya liberación trabajar en casa y trabajar fuera!
      - ¡Los avances sólo han servido para que trabajemos más! – sentenció Lola. ¿A ver para que nos han inventado los hombres la lavadora, la secadora, la vitro, el microondas y el centro de planchado? ¡Para que trabajemos más que nuestras madres y encima no les demos la tabarra! ¿Tú sabes lo que hizo Paco cuando  le dije la primera vez que por lo menos me ayudara a fregar los platos?, me compró el lavavajillas. Cuando nació la niña y le pedí que tendiera porque no daba abasto con tantos lavados, me compró la secadora y una lavadora de siete kilos. Y así una tras otra hasta que al final contratamos a una mujer, con lo cual soy una esclava a tiempo parcial y él tiene la conciencia tranquila.
      - ¡Lola, creo que estás simplificando las cosas! Yo no digo que no tengas razón en lo de la casa, pero hay muchas otras cosas que han cambiado para mejor. Y por cierto, hablando de cambiar, el sábado por la tarde me voy de vacaciones a Asturias – dijo Carmen para zanjar el tema.
      - ¡Qué suerte hija, nosotros nos vamos en la segunda quincena de agosto! – se lamentó Isabel.
      - Si quieres quedamos el sábado por la mañana y desayunamos juntas –propuso Lola.
      - ¡Uy, con la de cosas que tengo que hacer! – dijo quejosamente Carmen.
      - ¿Tanto tardas en hacer las maletas que no te puedes tomar ni un cafelito, Carmen? – preguntó Isabel.
      - Es que no son solo las maletas, tengo que dejar recogida la cocina y cambiarle las sábanas a todas las camas – alegó Carmen.
      - ¡Y después dices que no eres una maruja! Si vas a estar un mes fuera deja las colchas puestas y cuando vuelvas haces las camas, que ya es una gana trabajar el doble porque cuando vuelvas tendrán polvo y seguro que las haces de nuevo  – le recomendó Lola.
      - Bueno dejaros de sábanas, que se nos va la tarde. ¡La cuenta, por favor! – le pidió Isabel al camarero que en el aquel momento pasaba junto a la mesa.

********

      El sábado por la mañana Isabel y Lola entraron en la cafetería del barrio. Isabel se pidió media tostada con aceite de pan integral, café con leche desnatada y sacarina; Lola café con leche y una entera con aceite y carne mechada. Mientras se dirigían hacia el velador sonó un tono de mensaje de teléfono móvil. Lola tardó varios segundos en encontrarlo en el maremágnum de su bolso. Cuando pulsó la tecla del buzón de entrada y abrió los mensajes, había uno de Carmen:

“Al final hice las camas. Dos carreras no pueden con una maruja”


Manuel Visglerio Romero - Marzo 2011

CIERRA LA PUERTA AL SALIR



-   ¿Da usted su permiso?
-   ¡Pase Martínez, pase!
-   ¿Me ha mandado usted llamar?
-   Sí hombre sí. Siéntese Martínez, siéntese.
-   Usted dirá don Miguel.
-   Vamos a ver Martínez … ¿Cuántos años lleva usted ya en la empresa?
-   Doce años don Miguel.
-   ¿Doce años hace ya que murió su padre?
-   Ya va para doce años y medio.
-   ¡Doce años, cómo pasa el tiempo!
-   ¡Y que usted lo diga, don Miguel!
-   Bueno Martínez, vamos a lo que vamos. ¿Tú sabes que te contraté cuando tu padre murió en el frente para que tu familia no se quedara en la indigencia?
-   Sí don Miguel, y mi madre y yo le estamos muy agradecidos.
-   Y sabes también que tu padre estuvo trabajando con nosotros hasta que estalló la guerra y se pasó al lado de los rojos.
-   Sí don Miguel.
-   ¿Tú sabes además que aquello fue complicado porque contratar al hijo de un rojo no era fácil hace doce años?
-   ¡Lo sé, don Miguel, lo sé, lo sé!
-   Y mira que le dije a tu padre, una y mil veces, que no se metiera en política, que la política lo que daba eran problemas.
-   ¡Verdad, don Miguel, verdad!
-   ¡Coño y encima se fue con los rojos! ¿Qué a ver qué necesidad tenía él de irse con esa gentuza teniendo la vida resuelta como la tenía siendo el marido de mi prima Petra? Que aunque tu madre es prima lejana de mi mujer, la familia es la familia, y antes de que entrara otro…
-   Sí don Miguel, si mi madre le está muy agradecida.
-   ¡Bueno Paco, vamos a dejarnos de rodeos! ¿Tú te acuerdas del señor que estuvo aquí ayer después del desayuno?
-   Sí que me acuerdo, don Miguel, el señor de la gabardina.
-   ¡Exacto! Pues Paco ese señor es de la secreta.
-   Don Miguel usted sabe que yo soy una persona formal.
-   ¡No Paquito, no, sino te he llamado porque hayas hecho algo malo! El problema es que como tuvimos que cerrar el taller por culpa de la huelga.
-   ¡Yo no fui a la huelga, don Miguel, usted lo sabe!
-   Sí hijo sí, yo sé que no fuiste a la huelga.
-   ¿Y entonces don Miguel?
-   ¡Mira que se lo dije a tu padre! Yo sé que tú no tienes la culpa Paquito, pero los de la secreta piensan que uno del taller es uno de los cabecillas. Y claro, como tu padre fue rojo…
-   Pero don Miguel, usted sabe que yo no me meto en política, que yo de mi casa al trabajo y del trabajo a mi casa. Usted sabe que trabajo como el que más y que no he faltado nunca…
-   ¡Si yo eso lo sé Paquito…!
-   ¿Y entonces?
-   Mira Paquito, vamos al grano. Me han llamado del gobierno civil para que hable contigo y les digas quien es el cabecilla de la huelga.
-   ¡Pero don Miguel…!
-   ¿Lo sabes o no lo sabes, Martínez?
-   Yo no sé..
-   Mira Martínez que los de la secreta dicen que el cabecilla es del taller y que tú tienes que saber quién es.
-   Don Miguel, usted no me puede pedir eso.
-   Martínez, sino me dices quién es, me temo que tendré que despedirte.
-   Don Miguel yo no puedo delatar a un compañero. Él tiene una familia que mantener.
-   Si tiene que mantener a una familia que se lo hubiera pensado antes.
-   Si yo ya se lo tengo dicho, pero delatarlo es muy fuerte. Déjeme que hable con él. ¡Yo creo que puedo arreglarlo!
-   La secreta no quiere arreglos con él. Ya lleva tiempo dando guerra y lo que quieren es arrestarlo.
-   Don Miguel…
-   Ni don Miguel ni nada. Martínez te doy hasta mañana. O me das mañana su nombre o no vuelvas por aquí. Mi empresa es una empresa muy seria y no quiero tener problemas con el gobernador civil. Así que tú verás lo que haces. ¡Cierra la puerta al salir!

******

-   Sr. Alcalde, Juan Nogales está aquí.
-   Muy bien, dile que pase.
-   ¿Se puede?
-   ¡Pasa Juan, pasa! Pasa y siéntate.
-   ¡Tú dirás!
-   ¡Hace tiempo que no nos vemos!
-   Pues yo sigo viviendo en el mismo sitio.
-   Sí es verdad, pero es que esto de la alcaldía absorbe mucho y ya no tiene uno tiempo ni para salir a tomar una copa.
-   ¿Pedro, para que me has llamado?
-   ¡Bueno Juan, vamos a dejarnos de rodeos! Me han dicho que el otro día te vieron hablando en la calle con el portavoz de la oposición.
-   ¿Y…?
-   Hombre Juan que tú te has llevado muchos años en el partido y no me parece bien que te pases a la derecha, ni que…
-   ¡Para, para, para…, no me vengas con esas! Yo estuve contigo en el partido cuando te llamaban Pascual en la clandestinidad; cuando eras Pedro, el hijo de Paco Martínez, el sindicalista. Pero desde entonces ha pasado mucho tiempo.
-   El tiempo ha pasado, pero yo sigo siendo el mismo.
-   Si tú fueses el mismo, no me habrías llamado, ni me habrías pedido las explicaciones que me estás pidiendo.
-   Es que tú no puedes aliarte con los enemigos de los trabajadores.
-   ¿De qué enemigos me estás hablando, Pedro? Tú eres tu peor enemigo. ¿No te das cuentas en lo que te has convertido? Eres una mala copia de lo que fuiste. Has traicionado todos los principios por los que luchamos, eres un pobre esclavo del poder.
-   ¡No digas bobadas, el poder no ha podido conmigo!
-   ¡El poder no corrompe Pedro, lo que corrompe es el miedo a perder el poder! Por eso me has llamado, porque tienes miedo de que el portavoz de la oposición te gane las elecciones. Porque te crees que el cargo te pertenece.
-   El único miedo que yo tengo es que se pierdan  las conquistas que hemos logrado. Además te recuerdo que tienes un hijo en este Ayuntamiento con un contrato temporal.
-   ¡Pedro, esto es lo último que esperaba oír de ti! Esta conversación se ha terminado.
-   Vete, vete, después de las elecciones nos volveremos a ver. ¡Cierra la puerta al salir!

Manuel Visglerio Romero - Marzo 2011

miércoles, 15 de febrero de 2012

LAS CUENTAS DE ROSARIO




Paco acababa de volver en sí. Estaba completamente aturdido, tenía la boca seca y la lengua áspera como papel de lija. La cabeza no paraba de darle pálpitos de dolor como si tuviera dentro del cráneo una banda de tambores; era la misma sensación que le quedaba en el cuerpo después de una larga noche de borrachera con los amigos. Le costaba respirar y le dolían las muñecas. Le habían atado las manos a la espalda y lo habían amordazado con esparadrapo o con cinta americana. No podía distinguirlo porque todo estaba oscuro, sólo se veía una línea de luz bajo una puerta. La veía claramente porque estaba tumbado en el suelo, sobre algo mullido como una alfombra. No sabía qué le había ocurrido ni dónde se encontraba. Procuró incorporarse pero no pudo, el cuerpo no le respondía, sentía como si algo lo tuviera fijado al suelo por la espalda, como si de la alfombra emergieran dos garras que lo sujetasen por la cintura. Cuando recuperó en parte la conciencia y empezó a intuir su situación, el corazón comenzó a latirle de forma acelerada. Sentía sus latidos en las sienes, en las muñecas y en los ojos, sobre todo en los ojos. Estaba claro que lo habían drogado y lo habían secuestrado. Pero, ¿quién? y ¿por qué? Intentó poner en orden sus recuerdos. Lo último que pudo rememorar era al presentador del telediario hablando del tiempo y a Chari que le estaba sirviendo la cena. No recordaba que hubiera quedado con nadie o que hubiera salido a la calle para algo; tampoco que alguien llamara a la puerta, aunque eso era difícil porque cada noche después de cenar se quedaba dormido en su sillón con el mando a distancia en la barriga mientras Chari fregaba los platos. De pronto le vinieron a la memoria los Gomara, los que tenían el chalet en la entrada de la urbanización, a los que casi matan una banda de ladrones del este, buscando una caja fuerte que nunca habían tenido. ¡Pero él sí tenía una! Estaba hasta los cojones de tener que demostrar a los banqueros que no necesitaba un préstamo para que le dieran fiado cuatro duros. Por eso la compró, para verle la cara a un director de banco lo menos posible. A pesar de que en el fondo de la caja había más papeles que dinero, guardaba una suma importante. Un escalofrío recorrió la espalda de Paco al caer en la cuenta de que Chari no tenía la clave. Él no quiso dársela cuando instaló la caja de caudales en el sótano, porque ella no tenía por qué saber ni cuánto ganaba, ni cuánto gastaba. En éstas estaba, cuando sintió el giro del picaporte de la puerta. Los espasmos del tubo fluorescente le deslumbraron la mirada. Con los ojos apenas entornados vislumbró como se acercaba hacia él, desde la puerta, el cuerpo de una mujer rodeado de un halo como si regresara de otra dimensión. A medida que sus pupilas se ajustaban a la luz, fue reconociendo los rasgos de su mujer y las paredes de su casa. Sintió un gran alivio; Chari había burlado a los ladrones y venía a rescatarlo.
Cuando creía que lo iba a desamordazar, ella saltó sobre él y se dirigió sin mirarlo al armario empotrado donde estaba camuflada la caja fuerte; desplazó el panel de madera del fondo y empezó a marcar sobre el teclado las claves. Se oyó un chasquido metálico y la caja se abrió. Paco no podía creer lo que estaba viendo. ¡Era su mujer la que le estaba robando! A pesar de la cinta intentó gritar, pero no pudo, lo único que consiguió fue emitir un sonido nasal mientras se sonrojaba fruto de la rabia, la impotencia y del esfuerzo infructuoso por incorporarse. Chari al sentir el gruñido se volvió y al ver la agitación de su marido, le dijo:
            -Inténtalo si quieres, pero el efecto dura por lo menos cinco horas. ¿Qué, cómo te sientes tirado en el suelo como un perro? A mí no me ponías alfombras cuando me pateabas y me arrastrabas por el suelo suplicándote que pararas, ¡cabrón!
            Paco desconcertado, la miraba con una mirada llena de odio y de furia, y volvía a emitir sonidos guturales ininteligibles.
            -¿Qué?, quieres hablar, ¿no? Pues ahora vas a estar calladito, como llevo yo veinte años, ¿te enteras? Ahora me vas a tener que escuchar por cojones. Por esos cojones de impotente que te crees tú que tienes tan bien puestos – dijo, mientras acercaba una silla y se sentaba a los pies de su marido- te he aguantado veinte años por mi madre, por no darle el disgusto de separarme; y por mi padre, para no tener que reconocerle que me había equivocado casándome contigo. Desde que murieron, he estado tragándome tus palizas porque no tenía donde ir, - se le quebró la voz, y emocionada empezó a llorar mientras le hablaba- porque no quiero vivir en una casa de acogida como si fuera una fugitiva huyendo de ti, y porque no tenía trabajo ni edad para buscarlo, porque tú me impediste que siguiera estudiando. Sí, yo lo deje todo por  ti, porque te quería, cabrón, te quería y tú te empecinaste en que nos casáramos. ¿Ya no te acuerdas, verdad?, pues yo si me acuerdo, y me acuerdo de la noche de bodas cuando me humillaste por primera vez. Entonces no me pegaste, pero te pusiste a flirtear por teléfono con la recepcionista del hotel, aquella fue tu primera paliza. ¿No te acuerdas, verdad, hijo de puta? – le preguntó, mientras las lágrimas mojaban sus mejillas - ¿Cómo pudiste hacerme aquello con lo que yo te quería? Tú arruinaste el día más feliz de mi vida, el día que mi padre llevó a su Rosarito al altar aunque tú no le gustabas. Sí, Rosarito; Rosario como me habían llamado toda la vida, hasta que tuve que responder a Chari porque a tu madre la llamaban Chari. ¡Pues ya no me vas a llamar más Chari, porque ya no me vas a ver más el pelo! ¿Te enteras? – dejó de llorar y recuperó la compostura – Hoy Rosario Márquez te va a ajustar las cuentas.
Me obligaste a firmar la separación de bienes; lo tienes puesto todo a tu nombre; nunca he tenido nada que no haya tenido que suplicarte. ¡Ni para comprarme ropa me dabas suficiente!, ni un capricho, ni unas vacaciones, ni un regalo, ni un detalle,… ¡nada! Sólo la rutina de salir alguna noche a cenar con tus socios y hacer el ridículo delante de Paula y Elena, siempre con los mismos vestidos y la misma bisutería barata.
            Paco, que hasta ese día había tratado a su mujer como a un animal al que había que amarrar en corto y golpearlo para someterlo, y que el trato más amable que había sido capaz de proporcionar a su mujer consistía en considerarla una persona disminuida, se quedó inmóvil, derrotado, humillado y con la mirada perdida mientras Rosario le hablaba. Ella entre tanto se acercó a la caja fuerte y la vació recogiendo entre los brazos fajos y fajos de billetes que depositó en el suelo, formando un montículo junto a la silla en la que volvió a sentarse colocando un bolso de viaje delante de los pies de su marido. Antes de empezar a introducir el dinero, le lanzó una mirada de desprecio y le dijo:
            -¿Qué, te creías que era tonta? Llevo un año detrás tuya para intentar conseguir la clave. ¿Para qué te crees que me apunté en el curso de informática de la Casa de la Mujer; para ayudarte en tus trabajos? ¡Me inscribí para aprender a hacer gestiones a través de internet y para saber cómo instalar una cámara webcam en el armario de la caja fuerte! Y ahora te voy a hacer mi factura, – y empezó a lanzar fajos en el bolso, - este por la noche de bodas; este por los vestidos que me debes; este por las flores que nunca me compraste; este por las vacaciones que no me diste; este por las horas que me robaste con tus amigos; todos estos por los hijos que no quisiste; todos estos por las palizas que me diste; todos estos por la vida que me has robado y todos estos por la felicidad que no he tenido.
Cuando terminó de introducir todo el dinero se incorporó y con el bolso en la mano se dirigió a la puerta. Antes de salir, se paró de repente como si hubiera olvidado algo. Se volvió hacia Paco y le dijo:
-Hace años que tenía que haberte denunciado por malos tratos; menos mal que no lo hice, porque ahora he hecho algo mejor. Como eres tan listo he utilizado las claves de internet que tienes anotadas en tu agenda, y he realizado unos traspasos de las cuentas de la fábrica a una cuenta que he abierto en un banco suizo. ¡Pasarás más tiempo en la cárcel por robar a tus socios que por maltratarme y por haber arruinado mi existencia!
Rosario le lanzó una última mirada de desprecio. Giró la manivela y abandonó la estancia. Cuando salió a la calle, una finísima lluvia caía sobre el asfalto; se detuvo y miró al cielo, mientras el agua bañaba su rostro respiró profundamente y se sintió libre, como si la lluvia hubiera lavado su alma de años de rutina, de pesar y de servidumbre. Antes de dos horas tomaba un avión hacia un lugar desconocido. Partió a buscar el resto de su vida y a alimentar el olvido de Paco para siempre.
Manuel Visglerio Romero. Enero 2011.                            

jueves, 9 de febrero de 2012

AMOR Y DESAMOR




Llevo más de quince años viéndolos casi todos los días y después de todo este tiempo me he dado cuenta de que el amor no siempre vence como dicen en las novelas. Paco se enamoró de ella desde el preciso momento en el que entró por las puertas del Negociado. Lo sé porque recuerdo aquel día como si lo estuviese viviendo en este momento. En el Departamento trabajábamos cuatro hombres y el jefe; Paquito Moral, era el más joven aunque tenía ya más de treinta años; Emilio Castaño, que estaba a punto de jubilarse; Fernando Olmo que a los cincuenta años estaba en la flor de la vida; el jefe, José Soult, que bordeaba entonces lo sesenta; y el que escribe estas líneas, Pepe Naranjo, cuya edad no merece interés ni comentarios. Al Negociado, por aquello de los apellidos, le decían la “Huerta del Francés”, aunque el jefe era natural de San Fernando. Trabajábamos entonces en un semisótano de la Delegación, casi en penumbra, porque la luz entraba por unos ventanucos a ras del suelo de la calle, y se la quedaba el jefe en su despacho; a nosotros nos llegaba filtrada por los cristales de una mampara que separaba nuestra sala de su oficina. La penumbra y el color gris de los archivadores y de las losetas de linóleo, le daban al ambiente un aspecto un poco mortecino. Por eso cuando Rocío traspasó la puerta envuelta en un abrigo verde y tocada con un gorrito de color cereza, pareció como si los tonos grises dejaran de apagarse, al tiempo que todo quedó en suspenso como en un fotograma. Las máquinas de escribir dejaron de escribir y las miradas de todos los presentes quedaron fijas en la aparición. No era habitual ver mujeres en la “Huerta del Francés”, porque no era costumbre expedir a mujeres licencias de caza mayor, y menos, a mujeres tan jóvenes y sobre todo tan guapas.
El “shock” duró hasta que Rocío, nerviosa, sonrojada y radiantemente joven, se acercó  a la mesa de Paquito Moral y le preguntó por el jefe del negociado. Recuerdo casi literalmente la conversación:
                                                                                                                                                                                                  
 -       ¡Buenos días! Venía a ver a don José Soult.
-       Si viene por lo de la oferta de trabajo déjeme el currículum y yo se lo entregaré – le dijo Paco pensando que era una más de tantos como venían, por entonces, para cubrir la vacante de Castaño.
-       No, perdone. Vengo porque me ha citado por teléfono el señor Soult y me ha dicho que preguntara por él.
 
A Paco se le cambió la cara nada más verle la cara a Rocío y al oír su voz se le subieron los colores como si en sus mejillas se reflejasen los destellos del sombrero color cereza de la jovencita. He dicho antes, que lo de Paco fue amor a primera vista, pero tengo que decir que realmente todos nos enamoramos un poco de Rocío aquella mañana. Creo que hasta al jefe le dio un vuelco el ánimo, porque a partir de aquella jornada dejó de vestir con trajes oscuros y hasta se cambió las monturas de las gafas.
Desde entonces, Rocío trabaja en nuestro Negociado. Y desde aquel día Paquito Moral y Rocío están enamorados. Todos lo sabemos en la planta, menos ellos. Porque tengo que decir que a los pocos años, se jubiló Sarmiento y nos subieron a los cuatro empleados a la planta baja, a una sala con enormes cristaleras. A pesar de las vistas, a partir de entonces, Paco no ha tenido otro horizonte que la mesa de Rocío. La mira y cuando ella le devuelve la mirada, él instintivamente mira hacia otro lado y se ruboriza muerto de vergüenza. A ella le ocurre lo mismo aunque no tiene el pretexto de la cristalera. Él la adora y ella lo adora a él, salta a la vista, pero la timidez puede con los dos. La cortedad los hace enmudecer cuando están cerca. A Paco, yo creo que sólo pensar que ella pueda pensar que él la ama, lo paraliza. El drama de Rocío es que piensa que él no la quiere, porque después de tantos años, apenas le ha oído tener con ella una palabra amable, un detalle o una galantería. Y cuando él la ignora, se le nota en el semblante que lo odia y lo maldice. Y de nada le sirve a Rocío que le digamos que Paco es así y que no se lo tenga en cuenta porque en el fondo la quiere.
Paco y Rocío son como el amor y el desamor; son como las caras de una misma moneda. Se aman y se ignoran desde siempre y ninguno de los dos quiere creerlo, aunque se lo griten el resto de los mortales, los que vivimos junto a ellos cada día en el “Huerto del Francés”.
Manuel Visglerio Romero - Enero 2012

viernes, 3 de febrero de 2012

JOSELITO “CARAPAPA”



Paco el “Ligero” abrió la taberna del “Pozo Dulce” en las traseras de la casa de su abuelo Curro Tejada, del que había heredado el nombre sin corresponderle, porque lo normal era que al primogénito se le pusiera el nombre del padre o del abuelo paterno, pero la madre de Paquito se negó a ponerle a su hijo Eufrasio por mucho respeto que tuviera a las tradiciones, y por mucho cariño que profesara a su marido. El apodo del “Ligero” se lo ganó a pulso detrás del mostrador, por lo diligente que era para servir al personal. Paquito, como le decían cuando comenzó con el negocio, no paraba nunca mientras tenía abierta la taberna. Se movía como el vértigo, del mostrador a las botas y de las botas a las mesas. Tan pronto rellenaba botellas de mosto, como servía aceitunas o chochos, o pajarillas guisadas que cocinaba su madre durante el invierno para que la clientela llenase la tripa y calentase el gaznate. Las pajarillas las recalentaba, de cuando en cuando, en un pequeño hornillo de barro que alimentaba con las ascuas de olivo de la chimenea que caldeaba las paredes de la tasca. En el verano servía tomates y pimientos aliñados, refrescados con agua fresca, para calmar a los bebedores los sofocos de las calores del estío, y a los estómagos, los ardores del vino peleón. El agua la sacaba del pozo de la casa que excavó el abuelo con sus propias manos, cuando todavía era joven, con una espiocha y una pala y jalando de la cuerda de una carrucha. Girando por la polea, la maroma subía y bajaba una espuerta trenzada de esparto que la abuela vaciaba cuando las tierras llegaban al patio desde las profundidades. El agua era de las más frescas del pueblo porque el pozo tenía plantada a su vera, desde que le hicieron el brocal, una parra que con los años, durante el verano, formaba un emparrado tan frondoso que no sólo paraba los rayos del sol que entraban buscando reflejarse en el agua, sino que también se extendía por el patio formando un enorme sombrajo. Bajo su cobijo los asiduos de la tasca se sentaban para tomar vasos de mosto, buscando los aires frescos del agua profunda y las sombras de las hojas verdes de la parra.

Por las tardes, poco antes de abrir las puertas de la taberna, Joselito “Carapapa”, el subalterno de Paco, regaba las losas de barro bajo el emparrado con una regadera de hojalata. Las losetas cubrían el suelo de una terraza separada del resto del patio terrizo por una baranda de tablas fijada a los palos del sombrajo. Después del riego, Joselito sacaba las mesas y los taburetes y abría de par en par las puertas y las ventanas del negocio para que los aires de la marea crepuscular refrescaran las paredes de la tasca.

Joselito “Carapapa” era sobrino de Paco. Era hijo de una prima suya por parte de los Tejada, llamada Dolores, que se había quedado viuda desde muy joven y a la que todos en Marismas llamaban “Dolorcita”, seguramente para acompasar el nombre con el cuerpecito tan menudo que Dios le había dado. Desde que murió su marido “Dolorcita” se dedicaba a fregar suelos en el pueblo; limpiaba los suelos de la taberna de Paco, de la casa parroquial o de donde la llamaran. Arrodillada sobre una tabla pasaba los días refregando la aljofifa para poder aviar el sustento de su casa.

Joselito, que también tenía el nombre acorde con las hechuras, tenía cortas las entendederas desde que a los dos años se le escurriera de los brazos a su hermana Conchita, que sólo tenía seis, y que cuidaba de él mientras su madre trabajaba, con la mala fortuna de quebrarse la cabeza en la caída con el quicio de una puerta. Desde entonces Joselito a todo fue llegando pero siempre llegaba varios años más tarde que la gente de su quinta.

El mote de “Carapapa” se lo endosaron, siendo todavía un niño, a consecuencia de los seguidos que tomaba con cierta frecuencia por resultas del descalabro. Algunos días se pasaba la mañana llorando sin consuelo y cuando la madre le preguntaba:

- ¿Joselito, hijo, por qué lloras? –Joselito respondía:

- ¡No lo sé, mama, no me acuerdo!

Y así se pasaba las horas, llora que te llora y siempre respondiendo lo mismo cuando “Dolorcita” le preguntaba por los motivos del lloro:

- ¡No lo sé, mama, no me acuerdo!

Y seguía y seguía, y sólo se callaba cuando la madre, desesperada, lo prevenía con darle una buena bofetada para que recordara los motivos de la llantina.

Lo del apodo vino de cuando Joselito probó las patatas fritas por primera vez. Tanto le gustaron que más de un día y más de dos, la madre tuvo que dejarlo todo y ponerse a freír patatas para cortarle a Joselito el seguido martilleante que le entraba:

- ¡Quiero papas, quiero papas, quiero papas, quiero papas, quiero papas…!

Reclamando las patatas Joselito no lloraba, pero era tan persistente en el reclamo que la madre terminaba por rendirse para no tener que estar escuchando constantemente la retahíla de las papas. Un día cualquiera de los muchos en los que Joselito requirió sus patatas con la salmodia habitual resultó que las patatas, que Dolores le compraba por talegas, se habían terminado. Que no hubiera patatas no impidió que Joselito siguiera con el canturreo:

- ¡Quiero papas, quiero papas, quiero papas, quiero papas, quiero papas…!

Clamó, clamó y clamó, hasta que “Dolorcita” perdió los nervios, el temple y la paciencia. Cogió a Joselito con una mano y la talega de las papas con la otra, y con pasos largos y acelerados, que a Joselito le hacían ora trotar y ora correr, se encajó en la tienda de Juan “Gramo”. Desde la puerta y nada más pisar el umbral, sin pedir la vez siquiera, Dolores le pidió al tendero casi a voz en grito:

- ¡Juan, deme usted cinco kilos de papas, que le voy a estar friendo patatas al niño hasta que se le ponga la cara como una papa!

Con el paso de los años, a Joselito se le templaron los ánimos y se le calmaron las manías, o al menos dejó de expresarlas ya con tanto tesón y con tanta vehemencia. La causa principal de la templanza fueron los tutes que le fue dando su tío Paco en la taberna, en la que entró de aprendiz, al poco de morir su padre, y cuando apenas había cumplido los doce años. Joselito en la tasca no tenía iniciativa, salvo para dos faenas que le divertían y que hacía sin que el tío se las mandara: lanzar puñados de serrín al suelo en el invierno y regar la terraza las tardes de verano. Para el resto de tareas no se movía sin una orden aunque siempre seguía el ritmo frenético que el tío le marcaba:

- ¡Joselito, recoge vasos!

- ¡Joselito, friega!

- ¡Joselito, barre!

- ¡Joselito, ve por agua!

Y Joselito, recogía, fregaba, barría, trasegaba agua y hacía siempre lo que su tío le mandaba; nunca le puso un pero o una mala cara durante los muchos años que trabajó en la taberna del “Pozo Dulce”. Joselito siempre respetó a su tío porque Paco el “Ligero” siempre lo trató como a un adulto a pesar de que nunca dejó de tener doce años.

Manuel Visglerio Romero - Enero 2012