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jueves, 1 de diciembre de 2011

SEÑALES DE HUMO

SEÑALES DE HUMO

Mi primer recuerdo relacionado con el tabaco son unos anillos de humo que salían de la boca de mi padre y ascendían hacia el techo mientras se iban desintegrando. Parecía como si los Apaches estuvieran haciendo señales de humo con un compás. Era el mismo espectáculo, para mis sorprendidos ojos infantiles, que el de las pompas de agua y jabón traspasando las paredes blancas o estallando en forma de círculos sobre las baldosas rojas del patio, mientras un rayo de sol les dibujaba un minúsculo arco iris en la panza.
Después, el tabaco me ha acompañado hasta hoy mismo y estoy seguro de que me seguirá acompañando, incluso si aprueban una ley que lo prohíba definitivamente. Porque el tabaco, para bien y para mal, ha sido una parte de mi vida y de la muerte. A mi padre, desgraciadamente para mí y, sobre todo para él, se lo llevaron los humos del tabaco antes de tiempo. Todavía lo recuerdo, como si lo estuviera viendo, fumándose un Condal, y luego otro y después otro más. Mi padre y el tabaco eran un desenfreno, una relación apasionada que nunca atendió a razones. Tan apasionada, que a veces la pasión por el tabaco lo llevaba a hacer malabarismos con tres cigarrillos encendidos a un tiempo. Sobre todo cuando se le arrebataban los nervios viendo un partido de fútbol en la televisión.
Ya han pasado más veinte años de su marcha. ¡Cómo pasa el tiempo! En las fotografías de su vida, repasadas ahora, han ido cambiando muchas cosas: los decorados, el vestuario, los años…, menos su mano derecha con los dedos extendidos sosteniendo un humeante pitillo: mi padre en su boda vestido de esmoquin fumando un cigarro; papá la noche de un fin de año fumando un cigarrillo; papá en otra boda, que no era la suya, fumándose un puro; papá en otra foto y con otro cigarrillo…
Recuerdo la manera estoica de plantearse la relación de su vida con el tabaco. ¡Prefiero perder un año de vida antes que dejar de fumar!, nos decía cuando le alertábamos del daño que, de forma palmaria, le estaba provocando aquel hábito. Malhadadamente le fallaron los cálculos y se marchó joven, cuando apenas le faltaban días para cumplir sesenta años. A pesar de todo, afrontó la llamada con entereza y con un desconcertante humor negro. ¡He sacado ya la papeleta rosa!, le decía a los amigos que se preocupaban por su salud, recordando el papel marcado de rosa que avisaba del final en los librillos de liar.
Mi vida, como la suya, ha estado acompañada del sabor, de los aromas y del humo del tabaco, desde aquellos días de mi infancia en que él lanzaba con tanta maestría los anillos de humo que yo contemplaba como una acción portentosa, hasta hoy, cuando han pasado casi ocho meses desde que empecé los trámites para separarme del tabaco y bajarle los humos.
Durante todos estos años, he fumado las más variopintas marcas de cigarrillos, algunas de ellas ya desaparecidas. Empecé a los doce años con los cigarrillos Palmitos, antes de ser propiamente fumador, deslumbrado por su papel negro y su boquilla dorada, que compraba a céntimos con mis amigos antes de entrar en el cine. Se trataba de jugar a ser adultos chupando cigarrillos en la oscuridad. A partir de entonces, de forma esporádica fumaba algún cigarro a escondidas. El estreno propiamente dicho llegó a los catorce años después de un viaje de mis padres a Ceuta durante el verano. Mi padre regresó de la ciudad franca y africana, con un radiocasete y varios cartones de Winston y de Coronas que por entonces no se vendían en la península. Con ellos tomé la alternativa. Entonces fumar o no fumar no era una cuestión de salud, sino de educación y de respeto. Se fumaba con el permiso paterno o se fumaba a escondidas. Lo que sí se empezaba a tolerar, aunque tímidamente, era que la mujer fumase. Pero desde luego tabaco rubio porque el tabaco negro era símbolo de masculinidad y en último término de vicio, algo impropio de una señorita.
Después de aquellos primigenios cigarrillos de origen norteafricano, llegaron los Celtas, los Goya, los Bisonte, los Rex, los 1X2, los HU, los Sombra, los Lola, los Fortuna, los más elegantes Craven “A” y More, y sobre todos ellos, los Ducados y los Chesterfield. Si tuviera que calcular las pesetas y los euros que me he gastado en cajetillas, necesitaría un calendario y una calculadora.
Supongo que todavía queda mucho trecho para que la mente deje de recordarme los cigarros que no me fumo y el cuerpo deje de echarme en cara los cigarros que me he fumado. Al menos eso dicen los que comenzaron la batalla antes que yo. Las leyes no nos valen a los de nuestra generación, hombres o mujeres. Los fumadores de antiguo no podemos vencer al humo por decreto, ¡ni siquiera escarmentamos en carne propia! Es tan férreo el nudo de la nicotina y denso el abrazo del humo que nos envuelve, que para deshacerlos definitivamente tendremos que batirnos con brazo firme y para siempre. Y si desgraciadamente perdiéramos la guerra, la condena será tener que fumar a escondidas para que no nos pillen los guardias. Será como volver a tener catorce años.

Manuel Visglerio Romero. Febrero 2011.

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