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jueves, 15 de diciembre de 2011

FACUNDO Y SU MUNDO

Facundo Cabrales siempre había sido un entusiasta de la historia. Le interesaban la Grecia antigua, los autores clásicos y sobre todo la mitología. Tantas horas dedicaba a su estudio, que en el instituto llegó a discutir con el profesor sobre asuntos que ni siquiera venían en el temario. Mientras la mayoría de los alumnos a lo más que llegaban era a leer de vez en cuando los apuntes y la prensa deportiva, Facundo compraba, cada vez que ahorraba cuatro cuartos, revistas especializadas y visitaba la biblioteca municipal para compartir las tardes con algún personaje histórico, o pasear con la imaginación por las calles de una ciudad antigua o por las murallas de una fortaleza. El tiempo que Facundo dedicaba a sus paseos oníricos y a sus lecturas, el resto del personal lo consagraba a aplacar las hormonas detrás de las chavalas, o a contaminarse la sangre dando las primeras caladas a un cigarro. Tanto se apasionó Cabrales con el mundo helénico, que toda su vida comenzó a girar alrededor de sus protagonistas y de sus héroes. Al principio se trató de pequeños detalles. Las lecturas de Homero, por ejemplo, le incitaron a llamar a su perro Aquiles y a su gato Ulises. La obra de Hesíodo fue la causante de que bautizara como Pegaso al jamelgo escuálido que araba las tierras de su padre, y de que mosqueara cada mañana al bedel antes de entrar en clase, al que saludaba con un lacónico: ¡buenos días Cerbero!

Facundo siempre había tenido un buen trato con sus compañeros. Todo el mundo lo consideraba un tipo serio y responsable. Era ocurrente y locuaz, y tenía la virtud de cautivar a un auditorio con cualquier conversación por trivial que pareciera. Pero aquellas cualidades que distinguieron a Cabrales desde sus primeros días en el instituto, cambiaron rotundamente cuando comenzó el último año de bachillerato y Facundo empezó las clases de griego. A medida que iban trascurriendo las semanas y los meses, se transformó en un ser gris y taciturno, que hablaba de Esquilo, de Eurípides y de Sófocles, como si se tratara de unos parientes que pasaran las vacaciones alojados en su casa. Estas rarezas, con el tiempo, acabaron por marginarlo y durante las últimas semanas del último curso, todo el mundo intentó evitarlo para no tener que aguantar sus monsergas sobre Edipo, Electra o Antígona.

Facundo Cabrales y Raimundo Ovejero fueron los únicos del pueblo que continuaron los estudios. Ovejero se matriculó en derecho y Cabrales, como estaba cantado, se inscribió en la Facultad de Filosofía y Letras. Cada mañana llegaban al campus a la misma hora, Facundo en el autobús desde el pueblo y Raimundo caminando desde la casa de una tía que lo acogía durante el curso. Aunque ambos estaban en la Central, apenas se veían, y las pocas veces que coincidían se limitaban a lanzarse en la distancia algún gesto de saludo. La última vez que hablaron, a Ovejero le pareció que la paranoia helénica del instituto seguía acompañando a Cabrales en la universidad y que seguía siendo el mismo tipo raro del bachillerato. Hasta que un detalle sutil lo desconcertó y le anunció lo que vendría más tarde. Estaban en el patio del Rectorado; Facundo le hablaba a Raimundo de las leyes de la Polis porque éste le comentó que acababa de salir de la clase de derecho romano, cuando de repente giró bruscamente el torso y dirigió la mirada al alero del edificio donde acababa de posarse una paloma. Inmediatamente, como el que acaba de hacer un descubrimiento extraordinario, agarró a Ovejero con su mano derecha y mientras con la izquierda indicaba a la cornisa, le dijo: ¡has visto que enorme arpía, Raimundo! Ovejero, desconcertado, le preguntó qué era una arpía, y Facundo, trastornado, se marchó sin decir nada.

A partir de aquel día la mente de Facundo ya no le dio tregua. Una mañana de primavera empezó a llamar la atención de todo el que se cruzaba en su camino. Comenzó muy temprano alertando al jardinero sobre los tritones y las sirenas que nadaban en el estanque de los jardines, y a medida que pasó la mañana su mente se trasladó a otra dimensión, hacía un mundo de faunos sentados en pupitres y de centauros trotando por los pasillos de la facultad. Antes de la última hora dos sanitarios trasladaron a Cabrales desde el paraninfo hasta el frenopático, mientras gritaba: ¡qué hacéis desgraciados, tengo que evitar que abran la caja de Pandora!

Nadie volvió a saber nada de Facundo hasta muchos meses más tarde. Una mañana de invierno se escapó del manicomio. Nadie supo nada de él durante dos días, hasta que un guarda de las ruinas de Itálica lo encontró. Había pasado la noche acurrucado en los arranques de los muros de esquina de una habitación que en tiempo de los romanos perteneció a un magistrado, en cuyo suelo se mostraba un mosaico dedicado a Dionisos.

Cuando lo trasladaron al hospital, miraba de una forma extraña, lo hacía de soslayo con una desconcertante expresión, como la sonrisa pícara de un bufón. Lo más sorprendente de su estado era la erección que mostraba y la densidad y largura del vello de sus piernas.

El médico de urgencias lo reconoció y le realizó todas las pruebas del protocolo hospitalario sin encontrar ninguna patología que explicara el priapismo y el hirsutismo que presentaba, y dado que el paciente no colaboraba en la exploración, porque a todo respondía con una salmodia ininteligible, lo derivaron a la planta de psiquiatría.

Pasados unos días un vecino del pueblo que había ido a visitar a un familiar a la clínica, que era como en el pueblo llamaban al hospital, se encargó de contar a todo el que quiso enterarse que Facundo, el de los Cabrales, ya no sabía quién era, y que según los doctores tenía un trastorno de la personalidad que lo había convertido en un sátiro. ¡Él, con lo serio que había sido siempre!

Manuel Visglerio Romero. Diciembre 2010.


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