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jueves, 15 de diciembre de 2011

LOS ALBERINO



Frasco el sepulturero, llevaba más de treinta años a cargo del camposanto y nunca había sentido la preocupación y el miedo que empezó a notar cuando la tormenta, que se había ido acercando poco a poco desde la lejanía, se detuvo sobre el cielo del cementerio. El viento, que estuvo todo el día levantando remolinos de polvo y meciendo de forma violenta los cipreses de la entrada, quedó repentinamente en una tensa e inesperada calma. Una enorme nube negra acabó por devorar los últimos rayos de sol transformando el atardecer en una noche prematura. Apenas tuvo tiempo Frasco para refugiarse en la garita de la entrada y protegerse del diluvio que empezó a caer de forma inmisericorde sobre las tumbas y los nichos, cuando un rayo cegador descendió desde la negrura de las nubes y se precipitó en las cercanías del camposanto acompañado de un estruendo ensordecedor, como si algo hubiera rasgado el firmamento. El sonido atronador y la luz resplandeciente del relámpago, dejaron al guarda paralizado mientras sentía en su garganta los pálpitos del corazón que le latía desbocado fruto del pánico. Lió mal que bien un cigarro porque las manos apenas le respondían por la tembladera, y cuando se disponía a rascar la yesca, un nuevo estampido, que hizo temblar las paredes del cuartucho, acompañó los destellos deslumbrantes de un nuevo rayo que se precipitó con furia sobre las tumbas del cementerio. Cuando Frasco recompuso la vista tras la descarga, pudo entrever tras los cristales de la garita, velados por la oscuridad y por la lluvia, unos reflejos estrellados como si un grupo de luciérnagas escaparan de una de las tumbas entre los escombros del panteón familiar de los Alberino, que había partido en dos la furia de la tormenta.

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Roberto Alberino se había puesto aquella mañana el terno marrón de alpaca fina de las ocasiones especiales y su sombrero de palma. Aunque la alpaca no era lo más apropiado para los calores del final de la primavera, la visita al notario lo requería. Roberto Alberino se acababa de desprender del último patrimonio que le restaba de la herencia familiar: la huerta de la “Higuera”, una pequeña finca de algo más de una fanega, con una casita de muros de piedra y techumbre de tejas, que había vendido por tres mil reales al aparcero que la cultivó desde siempre.

Roberto era el mayor de los cuatro hijos que tuvieron Eduardo Alberino y María de la Cuesta. Marta era la más joven, nació cuando la madre no esperaba otra cosa que los calores del climaterio. Juan y Elena, que eran mellizos, eran diez años mayores que Marta y cinco menores que Roberto, quedaban por tanto en el centro de la saga. La condición de primogénito y la diferencia de edad con sus hermanos, marcaría para siempre el destino de Roberto, porque fue él, el que tuvo que hacerse cargo de las tierras y de los asuntos de la familia cuando el padre murió de forma repentina. Tenía por aquellas fechas casi veinte años, y aunque había sido un muchacho tímido y algo retraído, la desgracia paterna le hizo madurar en poco tiempo.

Los Alberino, sin ser de las familias más ricas del pueblo, habían conseguido con los años atesorar un importante patrimonio. Según contaba el abuelo Alberto, todo se lo debían a un antepasado genovés, del que apenas había quedado memoria de su nombre, que fue el que comenzó a engrandecer desde la nada la hacienda familiar. Roberto, que sacrificó su juventud en el empeño, apenas consiguió ampliarla, pero sí procuró al menos administrarla siempre con prudencia para que el fruto mantuviese a su madre y sus hermanos. Él se hizo cargo personalmente, como lo había hecho hasta entonces ayudando a su padre, de las riendas de la finca familiar “Los Corzos”; algo más de doscientas fanegas de monte bajo a orillas del rio Rocinejo. Un rio que sólo era tal durante el invierno, ya que el resto del año era una herida seca en el monte de alcornoques, zarzas, cardos y lentiscos, donde pastaban un centenar de vacas y algunos caballos y borricos. En “Los Corzos”, los Alberino disponían de un pequeño cortijo, donde Roberto pasaba durante el año largas temporadas, sobre todo en la primavera. En ese tiempo, recorría a lomos de caballo la finca y dirigía al personal en el trasiego del ganado hasta los pozos, en el herradero de los becerros o cuando separaban a los sementales de las vacas. Los frutos de la finca, de un molino de trigo, tres casas en arriendo, un campo de olivos y la huerta de la “Higuera” proporcionaron a la familia rentas suficientes para llevar una vida acomodada y amasar, por añadidura, las dotes de las dos hermanas; del futuro del hermano Juan se encargaría la Santa Madre Iglesia, que lo acogió en el seminario diocesano desde muy joven.

Con el paso del tiempo, la casa familiar se fue aliviando de inquilinos porque a la marcha del hermano pequeño, a los pocos años sucedió la boda de la hermana menor. Marta se casó con un galán de medio pelo, pedestre y poco dado a doblar el espinazo. La última en casarse fue Elena, a la que todos vaticinaban la soltería, porque a ella le correspondió el gobierno de la casa y la atención de la madre y el hermano Roberto, que ya entonces daba trazas de quedarse solterón, dado el poco interés que demostraba por las mujeres. Elena, sin embargo, rompió los vaticinios y terminó casándose a los pocos meses de la muerte de su madre con Felipe Salcedo, un viudo sin hijos, mayor que ella y amigo de toda la vida de su hermano Roberto, al que los esponsales impusieron como inquilino de la pareja, fuera cual fuese la casa marital.

En los años previos, y poco antes de la muerte de Doña María de la Cuesta, la relación entre los hermanos Alberino, comenzó a agriarse. La vida regalada del marido de Marta, era como un pozo sin fondo que se tragaba todas las rentas de su mujer. La propia Marta, acostumbrada desde la cuna a recibir los mimos y los cariños de unos padres mayores que nunca le negaron nada, mantuvo la vida de una dama cortesana rodeada de criadas y sirvientes. Al gasto desaforado de la pareja, se unió la desconfianza. Marta que no cejaba en reclamar cada vez más y más dineros, terminó por reprochar a Roberto el favor que hacía a Elena por mantenerlo. La suspicacia y el desvarío de Marta, perduraron hasta que la muerte de la madre y el reparto de la herencia dejó la cosa resuelta, aunque no acabada como el tiempo terminaría por demostrar. Juan, el hermano cura, renunció a parte de la legítima a favor de sus hermanos y se conformó con la casa del abuelo Alberto y unos cientos de reales para su parroquia. Roberto y Elena se quedaron con la casa familiar, que todo el mundo dio por sentado que terminaría siendo de ella, por mantener el estomago y el guardarropa del hermano solterón. Marta y sobre todo su marido, asediados por las deudas, exigieron la venta del molino, de las casas y de las fincas, porque no querían trozos de tierras sino dinero.

La ejecución de la herencia, supuso una tregua durante unos años hasta el fatídico día de la muerte inesperada de Roberto. Coincidió con el día en que vendió la huerta de la “Higuera”. De regreso de la notaría, al pasar por delante de la puerta del Casino, sintió un dolor agudo en el pecho, tan intenso, que pareció como si le clavaran una daga. Un sudor frio le recorrió la frente. Se le nubló la vista, y después de dar un par de zancadas acabó por caer desplomado sin sentido en la acera. Los socios del Casino que habían presenciado a contraluz la escena por los ventanales, acudieron en su auxilio.

Cuando Elena abrió el portón de la casa y vio a su hermano inerte en brazos de cuatro hombres, casi se desvanece de la impresión. Inmediatamente lo acomodaron en el dormitorio del matrimonio que era el más cercano a la entrada. Mientras esperaban la llegada del médico, Roberto recupero algo la conciencia. La hermana le quitó la corbata y los zapatos y cuando intentó desabrocharle el cinturón para sacarle los pantalones, Roberto, como en un acto reflejo se cubrió sus partes con las manos. Elena insistió pero tuvo que desistir porque a pesar de su estado parecía que Roberto se negaba a dejar al descubierto su intimidad. Elena que achacó al pudor la actitud de su hermano, desalojó la sala y abrió las hojas del balcón para purificar un aire que nada pudo reportar a la recuperación de moribundo, pues cuando llegó el médico sólo pudo certificar su muerte. Lo amortajaron con el mismo traje que llevaba puesto. La alpaca de las ocasiones especiales lo acompañó a la tumba, entre los sollozos de sus dos hermanas y los gorigoris de su hermano el cura.

No habían pasado dos días desde que Roberto Alberino descansaba en el panteón familiar, cuando Marta traspasó el portón de la casa de Elena, exigiendo su parte de la venta de la huerta de la “Higuera”. Como Elena no estaba al tanto de los asuntos de su hermano Roberto, la petición de Marta la dejó desconcertada. Marta pidió, pero Elena no supo darle explicaciones. Marta, alterada, exigió su parte, le habló del notario, del aparcero y de los tres mil reales y como para Elena cada aclaración era un enigma, Marta, indignada por lo que consideraba una burla y un robo, le escupió a la cara la palabra fatídica: !!ladrona!! A partir de aquel día estuvieron sin hablarse más de una década, hasta que Frasco el sepulturero vino con el aviso de que un rayo había partido en dos el panteón de la familia. Cuando Felipe Salcedo llegó al camposanto comprobó el destrozo y se percató con asombro como entre los despojos, los escombros y las tablas carcomidas por la podredumbre de la tumba de Roberto Alberino, brillaban algunas monedas de plata derramadas de una bolsa de cuero ajado, atrapada entre la osamenta y medio chamuscada por el rayo, en cuyo interior se entreveían los restos de lo que un día fueron billetes. La tormenta había dejado al descubierto los dineros de la discordia.

Manuel Visglerio Romero. Marzo 2011.




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