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miércoles, 21 de diciembre de 2011

EL CAMINO DEL ARROZ



   A Curro le costaba la misma vida levantarse cada mañana. Era todavía casi un niño y el trabajo en el campo no era fácil de llevar para un cuerpo tan joven. Él sostenía sobre sus hombros a la familia desde que a su padre se lo llevaron la mala vida y unas malas fiebres, una tarde de verano, cuando él apenas tenía dieciséis años. Su madre, Engracia, lo desvelaba con dulzura cada madrugada.

   -¡Currito hijo, despierta que van a dar las seis y vas a llegar tarde a la faena! – le decía al oído susurrando para no despertar al resto de sus hermanos.

   Y Currito, que esa noche había estado rondando a Matilde hasta que en las campanas del reloj de la Plaza sonaron las once, siguió sin responder a las caricias y los susurros de su madre hasta que ella terminó con la modorra ayudándose de un pañuelo mojado en agua tibia. Sólo el agua templada era capaz de rescatarlo de sus ensueños, la mayoría de los cuales tenían a Matilde por argumento.

   Curro madrugaba para ir a trabajar a la marisma a sembrar en los arrozales. Salía de su casa antes de que saliera el sol y mientras pedaleaba alumbraba el sendero con el faro de la bicicleta. Más de una hora tardaba Curro en llegar al tajo. El camino era tortuoso por las lluvias del final de la primavera, lleno de socavones y de charcos de agua turbia sobre los que se reflejaban los destellos del faro y en los que las ruedas levantaban a su paso una cortinilla de agua sucia que terminaba por empapar las perneras y los fondillos de sus pantalones. El frio de la mañana, el rocío, los baches, el agua de los charcos y el viento de la marisma acababan por despertar a Curro a base de tiritones y de golpes contra el sillín y el manillar.

   A medio camino del arrozal el sol empezaba a asomarse en la línea del horizonte y Curro paraba junto al camino y se calaba la gorra para que la visera le cubriera la vista de los primeros rayos de la mañana. Más de una vez se sobresaltaba cuando de repente, delante de la visera, alzaba el vuelo una polluela, un pato o una garza de los muchos que dormitaban en los campos anegados de agua para la siembra. Otras veces, se estremecía cuando las zarzas de pronto se zarandeaban movidas por algún bicho.

   El día lo pasaba enterrado en el barro de la marisma con el agua por encima de la rodilla, agachado toda la jornada, sembrando uno a uno los plantones del arroz. Durante la mañana aterido de frio y a partir del mediodía, con el sol en lo alto, sufriendo los rayos abrasadores sobre la espalda, deseando que llegara la tarde para montar sobre los pedales y tomar el camino de vuelta. El regreso era más corto, siendo igual el camino, porque la vuelta era la huída de un trabajo esclavo y el premio de la llegada era volver a ver, como cada tarde, los ojos enamorados de Matilde.

Manuel Visglerio Romero. Diciembre 2011.




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