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miércoles, 15 de febrero de 2012

LAS CUENTAS DE ROSARIO




Paco acababa de volver en sí. Estaba completamente aturdido, tenía la boca seca y la lengua áspera como papel de lija. La cabeza no paraba de darle pálpitos de dolor como si tuviera dentro del cráneo una banda de tambores; era la misma sensación que le quedaba en el cuerpo después de una larga noche de borrachera con los amigos. Le costaba respirar y le dolían las muñecas. Le habían atado las manos a la espalda y lo habían amordazado con esparadrapo o con cinta americana. No podía distinguirlo porque todo estaba oscuro, sólo se veía una línea de luz bajo una puerta. La veía claramente porque estaba tumbado en el suelo, sobre algo mullido como una alfombra. No sabía qué le había ocurrido ni dónde se encontraba. Procuró incorporarse pero no pudo, el cuerpo no le respondía, sentía como si algo lo tuviera fijado al suelo por la espalda, como si de la alfombra emergieran dos garras que lo sujetasen por la cintura. Cuando recuperó en parte la conciencia y empezó a intuir su situación, el corazón comenzó a latirle de forma acelerada. Sentía sus latidos en las sienes, en las muñecas y en los ojos, sobre todo en los ojos. Estaba claro que lo habían drogado y lo habían secuestrado. Pero, ¿quién? y ¿por qué? Intentó poner en orden sus recuerdos. Lo último que pudo rememorar era al presentador del telediario hablando del tiempo y a Chari que le estaba sirviendo la cena. No recordaba que hubiera quedado con nadie o que hubiera salido a la calle para algo; tampoco que alguien llamara a la puerta, aunque eso era difícil porque cada noche después de cenar se quedaba dormido en su sillón con el mando a distancia en la barriga mientras Chari fregaba los platos. De pronto le vinieron a la memoria los Gomara, los que tenían el chalet en la entrada de la urbanización, a los que casi matan una banda de ladrones del este, buscando una caja fuerte que nunca habían tenido. ¡Pero él sí tenía una! Estaba hasta los cojones de tener que demostrar a los banqueros que no necesitaba un préstamo para que le dieran fiado cuatro duros. Por eso la compró, para verle la cara a un director de banco lo menos posible. A pesar de que en el fondo de la caja había más papeles que dinero, guardaba una suma importante. Un escalofrío recorrió la espalda de Paco al caer en la cuenta de que Chari no tenía la clave. Él no quiso dársela cuando instaló la caja de caudales en el sótano, porque ella no tenía por qué saber ni cuánto ganaba, ni cuánto gastaba. En éstas estaba, cuando sintió el giro del picaporte de la puerta. Los espasmos del tubo fluorescente le deslumbraron la mirada. Con los ojos apenas entornados vislumbró como se acercaba hacia él, desde la puerta, el cuerpo de una mujer rodeado de un halo como si regresara de otra dimensión. A medida que sus pupilas se ajustaban a la luz, fue reconociendo los rasgos de su mujer y las paredes de su casa. Sintió un gran alivio; Chari había burlado a los ladrones y venía a rescatarlo.
Cuando creía que lo iba a desamordazar, ella saltó sobre él y se dirigió sin mirarlo al armario empotrado donde estaba camuflada la caja fuerte; desplazó el panel de madera del fondo y empezó a marcar sobre el teclado las claves. Se oyó un chasquido metálico y la caja se abrió. Paco no podía creer lo que estaba viendo. ¡Era su mujer la que le estaba robando! A pesar de la cinta intentó gritar, pero no pudo, lo único que consiguió fue emitir un sonido nasal mientras se sonrojaba fruto de la rabia, la impotencia y del esfuerzo infructuoso por incorporarse. Chari al sentir el gruñido se volvió y al ver la agitación de su marido, le dijo:
            -Inténtalo si quieres, pero el efecto dura por lo menos cinco horas. ¿Qué, cómo te sientes tirado en el suelo como un perro? A mí no me ponías alfombras cuando me pateabas y me arrastrabas por el suelo suplicándote que pararas, ¡cabrón!
            Paco desconcertado, la miraba con una mirada llena de odio y de furia, y volvía a emitir sonidos guturales ininteligibles.
            -¿Qué?, quieres hablar, ¿no? Pues ahora vas a estar calladito, como llevo yo veinte años, ¿te enteras? Ahora me vas a tener que escuchar por cojones. Por esos cojones de impotente que te crees tú que tienes tan bien puestos – dijo, mientras acercaba una silla y se sentaba a los pies de su marido- te he aguantado veinte años por mi madre, por no darle el disgusto de separarme; y por mi padre, para no tener que reconocerle que me había equivocado casándome contigo. Desde que murieron, he estado tragándome tus palizas porque no tenía donde ir, - se le quebró la voz, y emocionada empezó a llorar mientras le hablaba- porque no quiero vivir en una casa de acogida como si fuera una fugitiva huyendo de ti, y porque no tenía trabajo ni edad para buscarlo, porque tú me impediste que siguiera estudiando. Sí, yo lo deje todo por  ti, porque te quería, cabrón, te quería y tú te empecinaste en que nos casáramos. ¿Ya no te acuerdas, verdad?, pues yo si me acuerdo, y me acuerdo de la noche de bodas cuando me humillaste por primera vez. Entonces no me pegaste, pero te pusiste a flirtear por teléfono con la recepcionista del hotel, aquella fue tu primera paliza. ¿No te acuerdas, verdad, hijo de puta? – le preguntó, mientras las lágrimas mojaban sus mejillas - ¿Cómo pudiste hacerme aquello con lo que yo te quería? Tú arruinaste el día más feliz de mi vida, el día que mi padre llevó a su Rosarito al altar aunque tú no le gustabas. Sí, Rosarito; Rosario como me habían llamado toda la vida, hasta que tuve que responder a Chari porque a tu madre la llamaban Chari. ¡Pues ya no me vas a llamar más Chari, porque ya no me vas a ver más el pelo! ¿Te enteras? – dejó de llorar y recuperó la compostura – Hoy Rosario Márquez te va a ajustar las cuentas.
Me obligaste a firmar la separación de bienes; lo tienes puesto todo a tu nombre; nunca he tenido nada que no haya tenido que suplicarte. ¡Ni para comprarme ropa me dabas suficiente!, ni un capricho, ni unas vacaciones, ni un regalo, ni un detalle,… ¡nada! Sólo la rutina de salir alguna noche a cenar con tus socios y hacer el ridículo delante de Paula y Elena, siempre con los mismos vestidos y la misma bisutería barata.
            Paco, que hasta ese día había tratado a su mujer como a un animal al que había que amarrar en corto y golpearlo para someterlo, y que el trato más amable que había sido capaz de proporcionar a su mujer consistía en considerarla una persona disminuida, se quedó inmóvil, derrotado, humillado y con la mirada perdida mientras Rosario le hablaba. Ella entre tanto se acercó a la caja fuerte y la vació recogiendo entre los brazos fajos y fajos de billetes que depositó en el suelo, formando un montículo junto a la silla en la que volvió a sentarse colocando un bolso de viaje delante de los pies de su marido. Antes de empezar a introducir el dinero, le lanzó una mirada de desprecio y le dijo:
            -¿Qué, te creías que era tonta? Llevo un año detrás tuya para intentar conseguir la clave. ¿Para qué te crees que me apunté en el curso de informática de la Casa de la Mujer; para ayudarte en tus trabajos? ¡Me inscribí para aprender a hacer gestiones a través de internet y para saber cómo instalar una cámara webcam en el armario de la caja fuerte! Y ahora te voy a hacer mi factura, – y empezó a lanzar fajos en el bolso, - este por la noche de bodas; este por los vestidos que me debes; este por las flores que nunca me compraste; este por las vacaciones que no me diste; este por las horas que me robaste con tus amigos; todos estos por los hijos que no quisiste; todos estos por las palizas que me diste; todos estos por la vida que me has robado y todos estos por la felicidad que no he tenido.
Cuando terminó de introducir todo el dinero se incorporó y con el bolso en la mano se dirigió a la puerta. Antes de salir, se paró de repente como si hubiera olvidado algo. Se volvió hacia Paco y le dijo:
-Hace años que tenía que haberte denunciado por malos tratos; menos mal que no lo hice, porque ahora he hecho algo mejor. Como eres tan listo he utilizado las claves de internet que tienes anotadas en tu agenda, y he realizado unos traspasos de las cuentas de la fábrica a una cuenta que he abierto en un banco suizo. ¡Pasarás más tiempo en la cárcel por robar a tus socios que por maltratarme y por haber arruinado mi existencia!
Rosario le lanzó una última mirada de desprecio. Giró la manivela y abandonó la estancia. Cuando salió a la calle, una finísima lluvia caía sobre el asfalto; se detuvo y miró al cielo, mientras el agua bañaba su rostro respiró profundamente y se sintió libre, como si la lluvia hubiera lavado su alma de años de rutina, de pesar y de servidumbre. Antes de dos horas tomaba un avión hacia un lugar desconocido. Partió a buscar el resto de su vida y a alimentar el olvido de Paco para siempre.
Manuel Visglerio Romero. Enero 2011.                            

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