Llevo más de quince años
viéndolos casi todos los días y después de todo este tiempo me he dado cuenta
de que el amor no siempre vence como dicen en las novelas. Paco se enamoró de
ella desde el preciso momento en el que entró por las puertas del Negociado. Lo
sé porque recuerdo aquel día como si lo estuviese viviendo en este momento. En
el Departamento trabajábamos cuatro hombres y el jefe; Paquito Moral, era el
más joven aunque tenía ya más de treinta años; Emilio Castaño, que estaba a
punto de jubilarse; Fernando Olmo que a los cincuenta años estaba en la flor de
la vida; el jefe, José Soult, que bordeaba entonces lo sesenta; y el que
escribe estas líneas, Pepe Naranjo, cuya edad no merece interés ni comentarios.
Al Negociado, por aquello de los apellidos, le decían la “Huerta del Francés”,
aunque el jefe era natural de San Fernando. Trabajábamos entonces en un
semisótano de la Delegación, casi en penumbra, porque la luz entraba por unos
ventanucos a ras del suelo de la calle, y se la quedaba el jefe en su despacho;
a nosotros nos llegaba filtrada por los cristales de una mampara que separaba
nuestra sala de su oficina. La penumbra y el color gris de los archivadores y
de las losetas de linóleo, le daban al ambiente un aspecto un poco mortecino.
Por eso cuando Rocío traspasó la puerta envuelta en un abrigo verde y tocada
con un gorrito de color cereza, pareció como si los tonos grises dejaran de
apagarse, al tiempo que todo quedó en suspenso como en un fotograma. Las máquinas
de escribir dejaron de escribir y las miradas de todos los presentes quedaron
fijas en la aparición. No era habitual ver mujeres en la “Huerta del Francés”,
porque no era costumbre expedir a mujeres licencias de caza mayor, y menos, a
mujeres tan jóvenes y sobre todo tan guapas.
El “shock” duró hasta que Rocío,
nerviosa, sonrojada y radiantemente joven, se acercó a la mesa de Paquito Moral y le preguntó por
el jefe del negociado. Recuerdo casi literalmente la conversación:
- ¡Buenos
días! Venía a ver a don José Soult.
- Si viene por lo de la oferta de
trabajo déjeme el currículum y yo se lo entregaré – le dijo Paco pensando que
era una más de tantos como venían, por entonces, para cubrir la vacante de
Castaño.
- No, perdone. Vengo porque me ha
citado por teléfono el señor Soult y me ha dicho que preguntara por él.
A
Paco se le cambió la cara nada más verle la cara a Rocío y al oír su voz se le
subieron los colores como si en sus mejillas se reflejasen los destellos del
sombrero color cereza de la jovencita. He dicho antes, que lo de Paco fue amor
a primera vista, pero tengo que decir que realmente todos nos enamoramos un
poco de Rocío aquella mañana. Creo que hasta al jefe le dio un vuelco el ánimo,
porque a partir de aquella jornada dejó de vestir con trajes oscuros y hasta se
cambió las monturas de las gafas.
Desde
entonces, Rocío trabaja en nuestro Negociado. Y desde aquel día Paquito Moral y
Rocío están enamorados. Todos lo sabemos en la planta, menos ellos. Porque
tengo que decir que a los pocos años, se jubiló Sarmiento y nos subieron a los
cuatro empleados a la planta baja, a una sala con enormes cristaleras. A pesar
de las vistas, a partir de entonces, Paco no ha tenido otro horizonte que la
mesa de Rocío. La mira y cuando ella le devuelve la mirada, él instintivamente
mira hacia otro lado y se ruboriza muerto de vergüenza. A ella le ocurre lo
mismo aunque no tiene el pretexto de la cristalera. Él la adora y ella lo adora
a él, salta a la vista, pero la timidez puede con los dos. La cortedad los hace
enmudecer cuando están cerca. A Paco, yo creo que sólo pensar que ella pueda
pensar que él la ama, lo paraliza. El drama de Rocío es que piensa
que él no la quiere, porque después de tantos años, apenas le ha oído tener con
ella una palabra amable, un detalle o una galantería. Y cuando él la ignora, se
le nota en el semblante que lo odia y lo maldice. Y de nada le sirve a Rocío
que le digamos que Paco es así y que no se lo tenga en cuenta porque en el
fondo la quiere.
Paco
y Rocío son como el amor y el desamor; son como las caras de una misma moneda.
Se aman y se ignoran desde siempre y ninguno de los dos quiere creerlo, aunque
se lo griten el resto de los mortales, los que vivimos junto a ellos cada día
en el “Huerto del Francés”.
Manuel Visglerio Romero - Enero 2012
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