Don Rufino era la
persona más respetada de Marismas, no sólo por sus conocimientos, que no
estaban al alcance de cualquiera de los lugareños, sino por su bondad y su
exquisito trato. Se daba además el caso de que casi todos los hombres adultos
del pueblo, o bien habían coincidido con él
en la escuela cuando su padre, Don Práxedes era maestro, o bien habían sido
después discípulos suyos. Y si unos tenían que agradecerle el haberles llenado
las entendederas de lo poco o mucho que llegaron a saber, había otros que
debían su gratitud a que más de una vez llenaron las tripas gracias al maestro.
Por eso algunos, cuando tenían un problema personal al que no sabían hacer
frente acudían a Don Rufino que siempre tenía las palabras adecuadas para
cada caso. Las palabras una veces eran de consuelo cuando se trataba de
cuestiones del espíritu, otras de consejo en los casos terrenales y otras, que
eran las menos, de bronca y amonestación cuando alguien traspasaba en sus
encuentros, como decía Don Rufino, los
límites de la educación, del decoro, o de la urbanidad y empezaba a desbaratar
sobre la condición de algún vecino o de algún conocido.
Don Rufino, que ya
estaba cerca de jubilarse y de dejar de educar a los hijos de cuyos padres
hacía de consejero, cuando terminaba alguna de estas citas, se quedaba sentado
en el sillón de su despacho echándole cuentas a la vida. Unas veces recordaba a
su padre Don Práxedes, sentado en la mesa del profesor, y a su madre Doña Lola,
sirviéndole el desayuno que cada día le bajaba desde la casa rectoral a la hora
del recreo. Otras veces, rememoraba a los amigos de la infancia con los que
compartió juegos y alegrías. Pero había un personaje que siempre acudía en sus
ensoñaciones. Era Paquito Ramírez, un niño moreno, endeble y falto de salud,
con el pelo rizado y unos grandes ojos color castaño que siempre miraban con
una mirada triste. Fue su primer compañero de pupitre. Era uno de los niños más
pobres de la clase, y su indumentaria lo iba proclamando cada mañana al entrar
en el aula. Siempre la misma ropa remendada y grande, heredada de algún
hermano, o recogida de la caridad ajena. Con Paquito conoció lo que era el
hambre y al acabar su corta vida comenzó a tener conciencia de la muerte. Más
de una mañana, mientras su padre comenzaba a dar una lección, Paquito sufría un
desmayo y caía inerte en el suelo, formándose el correspondiente revuelo entre
la chiquillería. Don Práxedes lo tomaba en sus brazos y saliendo con urgencia
de la clase lo subía a la vivienda, donde las atenciones de Doña Lola y un buen
vaso de leche caliente hacían ese día el efecto reparador que el cuerpo de
Paquito, como el de muchos otros compañeros, necesitaba cada día y a los que el
sueldo de un maestro no podía atender. Paquito murió ese invierno de unas malas
fiebres, fruto del frio, de la humedad y de la poca comida, y aunque Don Rufino
estuvo sentado con él en el pupitre apenas tres meses, su ausencia, desde
entonces, le dejó grabada en la memoria el hambre de los pobres, la muerte y
las injusticias de la vida en uno de tantos pueblos de Andalucía como era Marismas.
Manuel Visglerio Romero - Abril 2010
No hay comentarios:
Publicar un comentario