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miércoles, 29 de febrero de 2012

DON RUFINO




Don Rufino era la persona más respetada de Marismas, no sólo por sus conocimientos, que no estaban al alcance de cualquiera de los lugareños, sino por su bondad y su exquisito trato. Se daba además el caso de que casi todos los hombres adultos del pueblo, o bien habían coincidido con él en la escuela cuando su padre, Don Práxedes era maestro, o bien habían sido después discípulos suyos. Y si unos tenían que agradecerle el haberles llenado las entendederas de lo poco o mucho que llegaron a saber, había otros que debían su gratitud a que más de una vez llenaron las tripas gracias al maestro. Por eso algunos, cuando tenían un problema personal al que no sabían hacer frente acudían  a Don Rufino que siempre tenía las palabras adecuadas para cada caso. Las palabras una veces eran de consuelo cuando se trataba de cuestiones del espíritu, otras de consejo en los casos terrenales y otras, que eran las menos, de bronca y amonestación cuando alguien traspasaba en sus encuentros, como decía Don Rufino,  los límites de la educación, del decoro, o de la urbanidad y empezaba a desbaratar sobre la condición de algún vecino o de algún conocido.
Don Rufino, que ya estaba cerca de jubilarse y de dejar de educar a los hijos de cuyos padres hacía de consejero, cuando terminaba alguna de estas citas, se quedaba sentado en el sillón de su despacho echándole cuentas a la vida. Unas veces recordaba a su padre Don Práxedes, sentado en la mesa del profesor, y a su madre Doña Lola, sirviéndole el desayuno que cada día le bajaba desde la casa rectoral a la hora del recreo. Otras veces, rememoraba a los amigos de la infancia con los que compartió juegos y alegrías. Pero había un personaje que siempre acudía en sus ensoñaciones. Era Paquito Ramírez, un niño moreno, endeble y falto de salud, con el pelo rizado y unos grandes ojos color castaño que siempre miraban con una mirada triste. Fue su primer compañero de pupitre. Era uno de los niños más pobres de la clase, y su indumentaria lo iba proclamando cada mañana al entrar en el aula. Siempre la misma ropa remendada y grande, heredada de algún hermano, o recogida de la caridad ajena. Con Paquito conoció lo que era el hambre y al acabar su corta vida comenzó a tener conciencia de la muerte. Más de una mañana, mientras su padre comenzaba a dar una lección, Paquito sufría un desmayo y caía inerte en el suelo, formándose el correspondiente revuelo entre la chiquillería. Don Práxedes lo tomaba en sus brazos y saliendo con urgencia de la clase lo subía a la vivienda, donde las atenciones de Doña Lola y un buen vaso de leche caliente hacían ese día el efecto reparador que el cuerpo de Paquito, como el de muchos otros compañeros, necesitaba cada día y a los que el sueldo de un maestro no podía atender. Paquito murió ese invierno de unas malas fiebres, fruto del frio, de la humedad y de la poca comida, y aunque Don Rufino estuvo sentado con él en el pupitre apenas tres meses, su ausencia, desde entonces, le dejó grabada en la memoria el hambre de los pobres, la muerte y las injusticias de la vida en uno de tantos pueblos de Andalucía como era Marismas.
Manuel Visglerio Romero - Abril 2010

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