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viernes, 3 de febrero de 2012

JOSELITO “CARAPAPA”



Paco el “Ligero” abrió la taberna del “Pozo Dulce” en las traseras de la casa de su abuelo Curro Tejada, del que había heredado el nombre sin corresponderle, porque lo normal era que al primogénito se le pusiera el nombre del padre o del abuelo paterno, pero la madre de Paquito se negó a ponerle a su hijo Eufrasio por mucho respeto que tuviera a las tradiciones, y por mucho cariño que profesara a su marido. El apodo del “Ligero” se lo ganó a pulso detrás del mostrador, por lo diligente que era para servir al personal. Paquito, como le decían cuando comenzó con el negocio, no paraba nunca mientras tenía abierta la taberna. Se movía como el vértigo, del mostrador a las botas y de las botas a las mesas. Tan pronto rellenaba botellas de mosto, como servía aceitunas o chochos, o pajarillas guisadas que cocinaba su madre durante el invierno para que la clientela llenase la tripa y calentase el gaznate. Las pajarillas las recalentaba, de cuando en cuando, en un pequeño hornillo de barro que alimentaba con las ascuas de olivo de la chimenea que caldeaba las paredes de la tasca. En el verano servía tomates y pimientos aliñados, refrescados con agua fresca, para calmar a los bebedores los sofocos de las calores del estío, y a los estómagos, los ardores del vino peleón. El agua la sacaba del pozo de la casa que excavó el abuelo con sus propias manos, cuando todavía era joven, con una espiocha y una pala y jalando de la cuerda de una carrucha. Girando por la polea, la maroma subía y bajaba una espuerta trenzada de esparto que la abuela vaciaba cuando las tierras llegaban al patio desde las profundidades. El agua era de las más frescas del pueblo porque el pozo tenía plantada a su vera, desde que le hicieron el brocal, una parra que con los años, durante el verano, formaba un emparrado tan frondoso que no sólo paraba los rayos del sol que entraban buscando reflejarse en el agua, sino que también se extendía por el patio formando un enorme sombrajo. Bajo su cobijo los asiduos de la tasca se sentaban para tomar vasos de mosto, buscando los aires frescos del agua profunda y las sombras de las hojas verdes de la parra.

Por las tardes, poco antes de abrir las puertas de la taberna, Joselito “Carapapa”, el subalterno de Paco, regaba las losas de barro bajo el emparrado con una regadera de hojalata. Las losetas cubrían el suelo de una terraza separada del resto del patio terrizo por una baranda de tablas fijada a los palos del sombrajo. Después del riego, Joselito sacaba las mesas y los taburetes y abría de par en par las puertas y las ventanas del negocio para que los aires de la marea crepuscular refrescaran las paredes de la tasca.

Joselito “Carapapa” era sobrino de Paco. Era hijo de una prima suya por parte de los Tejada, llamada Dolores, que se había quedado viuda desde muy joven y a la que todos en Marismas llamaban “Dolorcita”, seguramente para acompasar el nombre con el cuerpecito tan menudo que Dios le había dado. Desde que murió su marido “Dolorcita” se dedicaba a fregar suelos en el pueblo; limpiaba los suelos de la taberna de Paco, de la casa parroquial o de donde la llamaran. Arrodillada sobre una tabla pasaba los días refregando la aljofifa para poder aviar el sustento de su casa.

Joselito, que también tenía el nombre acorde con las hechuras, tenía cortas las entendederas desde que a los dos años se le escurriera de los brazos a su hermana Conchita, que sólo tenía seis, y que cuidaba de él mientras su madre trabajaba, con la mala fortuna de quebrarse la cabeza en la caída con el quicio de una puerta. Desde entonces Joselito a todo fue llegando pero siempre llegaba varios años más tarde que la gente de su quinta.

El mote de “Carapapa” se lo endosaron, siendo todavía un niño, a consecuencia de los seguidos que tomaba con cierta frecuencia por resultas del descalabro. Algunos días se pasaba la mañana llorando sin consuelo y cuando la madre le preguntaba:

- ¿Joselito, hijo, por qué lloras? –Joselito respondía:

- ¡No lo sé, mama, no me acuerdo!

Y así se pasaba las horas, llora que te llora y siempre respondiendo lo mismo cuando “Dolorcita” le preguntaba por los motivos del lloro:

- ¡No lo sé, mama, no me acuerdo!

Y seguía y seguía, y sólo se callaba cuando la madre, desesperada, lo prevenía con darle una buena bofetada para que recordara los motivos de la llantina.

Lo del apodo vino de cuando Joselito probó las patatas fritas por primera vez. Tanto le gustaron que más de un día y más de dos, la madre tuvo que dejarlo todo y ponerse a freír patatas para cortarle a Joselito el seguido martilleante que le entraba:

- ¡Quiero papas, quiero papas, quiero papas, quiero papas, quiero papas…!

Reclamando las patatas Joselito no lloraba, pero era tan persistente en el reclamo que la madre terminaba por rendirse para no tener que estar escuchando constantemente la retahíla de las papas. Un día cualquiera de los muchos en los que Joselito requirió sus patatas con la salmodia habitual resultó que las patatas, que Dolores le compraba por talegas, se habían terminado. Que no hubiera patatas no impidió que Joselito siguiera con el canturreo:

- ¡Quiero papas, quiero papas, quiero papas, quiero papas, quiero papas…!

Clamó, clamó y clamó, hasta que “Dolorcita” perdió los nervios, el temple y la paciencia. Cogió a Joselito con una mano y la talega de las papas con la otra, y con pasos largos y acelerados, que a Joselito le hacían ora trotar y ora correr, se encajó en la tienda de Juan “Gramo”. Desde la puerta y nada más pisar el umbral, sin pedir la vez siquiera, Dolores le pidió al tendero casi a voz en grito:

- ¡Juan, deme usted cinco kilos de papas, que le voy a estar friendo patatas al niño hasta que se le ponga la cara como una papa!

Con el paso de los años, a Joselito se le templaron los ánimos y se le calmaron las manías, o al menos dejó de expresarlas ya con tanto tesón y con tanta vehemencia. La causa principal de la templanza fueron los tutes que le fue dando su tío Paco en la taberna, en la que entró de aprendiz, al poco de morir su padre, y cuando apenas había cumplido los doce años. Joselito en la tasca no tenía iniciativa, salvo para dos faenas que le divertían y que hacía sin que el tío se las mandara: lanzar puñados de serrín al suelo en el invierno y regar la terraza las tardes de verano. Para el resto de tareas no se movía sin una orden aunque siempre seguía el ritmo frenético que el tío le marcaba:

- ¡Joselito, recoge vasos!

- ¡Joselito, friega!

- ¡Joselito, barre!

- ¡Joselito, ve por agua!

Y Joselito, recogía, fregaba, barría, trasegaba agua y hacía siempre lo que su tío le mandaba; nunca le puso un pero o una mala cara durante los muchos años que trabajó en la taberna del “Pozo Dulce”. Joselito siempre respetó a su tío porque Paco el “Ligero” siempre lo trató como a un adulto a pesar de que nunca dejó de tener doce años.

Manuel Visglerio Romero - Enero 2012





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