Una mañana, tras un sueño intranquilo, el
príncipe Arnaldo amaneció transformado en una rana. Una pequeña, simple y
vulgar rana de charca. Ocurrió en verano, en su aposento del palacio estival. Aquella
mañana se salvó de morir aplastado bajo la suela del zapato de su ayuda de
cámara, porque saltó desde su cuarto al estanque de los jardines por una
rendija entre las hojas de la ventana, justo antes de que su ayudante abriese
la puerta para llamarlo. Desde entonces, croa cada tarde sentado sobre las
hojas de un nenúfar.
Hasta el día de su conversión, ni siquiera los
asistentes del palacio se dieron cuenta de los sutiles cambios que se producían
en el príncipe. Su voz se hizo pastosa, y las palabras salían de su boca a impulsos,
como si regurgitara cada silaba. La tarde anterior, mientras tomaban el té en
la terraza, sólo prestaba atención al vuelo de las moscas con una mirada
acuosa, casi liquida.
Desde que se dio la voz de alarma, nadie supo
nada del príncipe Arnaldo y nadie encontró ninguna nota de despedida. Lo único
insólito, a vista de todos, fue un antiguo libro de pastas gastadas, hallado en
su cuarto, con un extraño título: “Cuentos y conjuros medievales”.
Manuel Visglerio Romero - Octubre 2011
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